Con un comandante que pilota los aviones más grandes del mundo

David de la Cruz, con camiseta blanca, en Nueva York, en el lugar donde se levantaban las Torres Gemelas
hasta que fueron destruidas el 11 de septiembre de 2001 por terroristas. Fotografía de Marta Moreno

Si no hubiera sido periodista, quizá me habría decantado por ser piloto de aviones. Siempre me ha apasionado volar. En mi último viaje, que nos ha llevado a mi familia y a mí hasta Dublín y Nueva York, tuve la satisfacción de poder conocer algunos de los entresijos de una aeronave durante una animada conversación con el comandante David de la Cruz Castilla. La charla no fue en un lugar cualquiera, sino en la ciudad que dicen que nunca duerme, aunque disiento sobre esa afirmación.

El único árbol que se salvó del atentado
terrorista a las Torres Gemelas.
Fotografía de Marta Moreno
Nos citamos en Wall Street la mañana del pasado 20 de julio. David llevaba unas horas en suelo norteamericano tras un vuelo internacional desde Europa, concretamente desde Londres. La noche anterior había aterrizado en un aeropuerto neoyorquino pilotando un avión con capacidad para 550 pasajeros, los aparatos comerciales más grandes del mundo, capaces de dar la vuelta al planeta sin problemas. Sí, un enorme pájaro con alas que, según este comandante, se conduce más fácil que un coche.

David comenzó a estudiar para piloto en 1998 porque quería libertad, conocer mundo y relacionarse con otras culturas. Luego fue instructor de vuelo desde 2001 a 2005 y, a partir de ese año, comenzó a pilotar aviones de pasajeros. Ahora trabaja para Wamos Air, la antigua Pullmantur, después de haber llevado a empresarios españoles muy importantes de un lado a otro del planeta.

Este tipo, que pierde mucho sin el traje de comandante, es muy cordial, divertido y bromista con el pasaje para quitar así hierro al asunto del despegue y el aterrizaje. De eso se encarga él junto con su segundo. Y del resto, el piloto automático, que todo lo sabe y que no se equivoca.

Con David no nos citamos por casualidad, ¿o sí? "No nos vemos en el Mercadona del barrio y sí en Nueva York", me había escrito en un wasap el día antes. En realidad, él es vecino mío, vive en la misma urbanización de Toledo que yo. Si otro vecino nuestro, José Luis (profesor de matemáticas), conociera a David, quizá enterraría para siempre el miedo atroz que tiene a volar.

A David lo conozco hace muchos años, desde cuando coincidimos dando pedales en clases de "spinning" en un centro deportivo de la ciudad (y por eso puedo confirmar que pierde mucho sin el disfraz de comandante, como le gusta llamarlo). Por cuarenta euros, llegó a venderme de segunda mano unas zapatillas para la bicicleta, aunque no se las pagué hasta que, años más tarde, nos encontramos en un autobús urbano en la ciudad.

Museo de Victoria's Secret en Nueva York
con modelos utilizados en sus desfiles
Pero David, bolo por los cuatro costados, pasa desapercibido en Toledo, con o sin traje de comandante. Ahora bien, si él dice que es hijo de Antonio de la Cruz, o va acompañado de él por la calle, la cosa cambia. Porque su padre es muy conocido en la Ciudad Imperial, casi una institución, después de tropecientos años trabajando en ambulatorios y centros de salud como celador.

Sin embargo, su padre estaba a unos 6.500 kilómetros, más o menos, de donde nos citamos con su hijo. Y con él paseamos por el impactante lugar donde fueron demolidas las Torres Gemelas el 11 de septiembre de 2001 por un ataque terrorista, precisamente con aviones llenos de pasajeros. Aquel día David iba a tener un importante examen relacionado con su profesión pero no se celebró. Se acuerda perfectamente, como si fuera ayer.

Y allí, en la que fue denominada "Zona Cero", donde resurge el único árbol que dicen que sobrevivió al sangriento atentado, a David le contamos nuestros planes. Veníamos desde Dublín y pasaríamos ocho noches en Nueva York para ir a musicales, a un partido de béisbol entre dos de los equipos grandes y de compras también. Vamos, con aires de ricos gastando lo justo y necesario, porque la ciudad ya la habíamos pateado en otras ocasiones (con lo que, si quieres saber qué visitar, mira en guías turísticas).

Modelos de Victoria's Secret
La idea de pasar por Dublín para llegar a la ciudad de Frank Sinatra fue por una cuestión económica. Era la quinta vez que mi familia y yo viajábamos a la "Gran Manzana" y se me ocurrió, como casi siempre que organizo un viaje, sacar el máximo partido al dinero. Con la antelación que yo contrato este tipo de excursiones (entre ocho y diez meses), un vuelo directo de ida y vuelta desde Madrid hasta la ciudad de los rascacielos me costaba unos 550 por persona con Air France para este verano.

Con ese presupuesto en la mente, descubrí en internet, una noche en duermevela, que un vuelo directo, de ida y vuelta, desde Dublín a Nueva York rondaba 300 euros con la compañía Norwegian. Y, encima, yo diseñaba el trayecto a mi medida. Nada de pagar comida (a la familia no nos gusta la que sirven en los aviones, preferimos llevar nuestro choricito, nuestro jamoncito serrano y nuestro quesito curado). Tampoco añadimos maletas facturadas innecesarias a la ida, solo a la vuelta (35 euros por unidad).



Biblioteca Pública de Nueva York
También compré el vuelo directo, de ida y vuelta, desde Madrid a la capital irlandesa: 80 euros (más 15 por lcada maleta facturada de regreso a la capital de España: cuatro en total). En resumen, y para no liarte: por 440 euros por cabeza volaríamos a Nueva York pasando por Dublín, donde dormiríamos dos noches a la ida y tres a la vuelta (en total, cinco noches por 450 euros, con desayuno, en una habitación cuádruble en un hostel). Dicho y hecho: reservado.

Llegamos a Dublín el 16 de julio. En la capital irlandesa, muy cómoda para recorrerla a pie porque es casi plana, los hoteles son carísimos; casi tanto o más que si estuvieras durmiendo en el mismísimo Manhattan junto a Times Square. Por eso nos alojamos en un albergue, el Kinlay House, en pleno centro de Dublín y muy limpio. Y puede comprobar que, si ves algo sucio, cuéntaselo al personal, ya que actúa inmediatamente, ¿verdad, Thanet? Ella es una diligente venezolana a la que veíamos en la planta donde estábamos alojados.

Al Kinlay habíamos llegado desde el aeropuerto en un autobús (747). Nos pudimos apear de él, después de un viaje de 45 minutos, en una parada a solo 120 metros del económico alojamiento. No se puede pedir más por los 20 euros que pagamos por los cuatro billetes. Ya en el albergue, ocupamos una habitación cuádruple con un pequeño baño privado, que costó 80 euros por noche, con un desayuno muy básico pero suficiente. Íbamos a pasar tres días antes de volar a Nueva York.

Estación de metro de la calle 34, en Nueva
York, junto al inicio de High Line
A la mañana siguiente tuvimos la enorme fortuna de hacer un ruta gratuita a pie, y en español, con la empresa 'Yellow Umbrella Tours', creada por un irlandés llamado Peter. Gracias a ello conocimos a Eloy, nuestro guía, un gallego de 50 años que llegó a licenciarse en Derecho durante su juventud y luego, ya más mayorcito, terminó Turismo. Este entrenador internacional de rugby, buen conocedor de la historia irlandesa (realizó un curso de cuatro meses sobre esta materia en el histórico Trinity College), lleva cuatro años trabajando para la empresa de turismo, desde que Peter se lo propuso un día de manera sorpresiva.

Durante el paseo, Eloy reconocío (algo que le honra) que nunca ha acabado de leer enterito el Ulises de James Joyce, que te ayuda a conocer mejor las calles de Dublín, según los entendidos (de hecho, en el suelo encontrarás muchas referencias).

Entre los asistentes a la excursión pedestre, la familia formada por el madrileño Juan Carlos, la bilbaína Tina y su hijo, Aitor Gallego, quien estudia el grado de Comunicación Audiovisual y escribe también sus ideas y críticas sobre cine, series de televisión, libros y música en su blog 'lasventajasdeseruncritico.worldpress.com'.

"En un rato estarás bien", se lee en la bolsa del
avión de Norwegian para los mareos
En el mismo grupo de turistas, un matrimonio murciano que estaba angustiado porque no encontraba un piso para su única hija. Ella llevaba dos días trabajando en Dublín después de concluir, unas semanas antes, el grado de Traducción e Interpretación. Josefina, la madre, no salía de su asombro por los altísimos precios de la vivienda después de dos intentos infructuosos.

Durante la ruta vimos algo que me llamó la atención: paseos en calesa por la capital irlandesa. Y me acordé de mi amigo Pepe Melero, un periodista sevillano con un don para escaquearse a la hora de pagar, quien arquearía la ceja izquierda en señal de extrañeza cuando supiera que en Dublín también hay coches de caballos, como sucede en la mágica capital hispalense. Por supuesto, y es justo reconocerlo, aquellos carruajes están a años luz de la elegancia con la que uno puede pasear en un coche tirados por equinos por delante de la plaza de toros de Sevilla o el parque de María Luisa.

Si de llenar el estómago se trata en Dublín, la comida irlandesa no es para tirar cohetes. Ni mucho menos. Por fortuna, descubrimos un supermercado de la marca SuperValu (en Aston Quay Street), donde puedes comprar a precios muy asequibles y comer dentro del propio local. Genial. Tanto o más como encontrar, a diez minutos paseando desde nuestro hotel, un supermercado Lidl (en Thomas Street), donde pudimos adquirir unas buenas viandas por apenas 15 euros (chorizo español Campofrío incluido) para nuestro vuelo a Nueva York.

El 18 de julio emprendimos nuestra quinta aventura a tierras norteamericanas. La suerte de viajar desde Dublín a Estados Unidos es que cumples con todos los trámites burocráticos en el aeropuesto irlandés y ahorras mucho tiempo para entrar luego en el país de Donald Trump. Precisamente una fotografía de este señor te da la bienvenida cuando pasas los controles norteamericanos todavía en tierras europeas. Nosotros tuvimos la suerte de ser atendidos por el agente de aduanas Polanco, de la República Dominicana. Un tipo muy simpático y agradable.

Después de disfrutar el musical Chicago
Después de siete horas y media de vuelo sin contratiempos, nuestro avión no aterrizó en La Guardia ni en el JFK, los dos aeropuertos de Nueva York adonde llegan los pasarejos procedentes de Europa. También está el aeródromo de Newart, en la cercana ciudad del vecino estado de Nueva Jersey. 

Sin embargo, nosotros tomamos tierras en el aeropuerto de Stewart, a una hora y media (o dos, depende del tráfico) al norte de la "Gran Manzana". Ya con los pies en el suelo, nos dirigimos hacia el autobús que nos llevaría a Nueva York y que ya nos aguardaba en la puerta. No tuvimos que esperar maletas facturadas (viajamos con el equipaje de mano y una mochila cada uno) ni soportar el engorroso trámite de pasar por las aduanas norteamericanas, puesto que ya lo habíamos superado, sin agobios, en Dublín. Por tanto, del avión fuimos directos al autobús (20 dólares cada billete), y en él  viajamos cómodamente hasta la estación Port Authority, en la encrucijada de la calle 42 y la Octava Avenida. En nueve palabras: nos plantamos en el mismo corazón de Nueva York.

La tienda de Victoria's Secret en la Quinta Avenida de NY
Con el equipaje en las manos y rodeados de banderas estadounidenses, fuimos a pie por la calle 45 hasta nuestro hotel, el Central Fifth Avenue. Quince minutos mirando hacia arriba, con el cuello dolorido de tanto torcerlo, aunque la ciudad ya la conocemos sobradamente. Pero Nueva York siempre impresiona.

El hotel está en el mismísimo centro, a tres calles de la Biblioteca Pública y a cinco minutos andando de Times Square. ¿Por qué elegimos este alojamiento? Le echo la 'culpa' a una oferta cazada cinco meses antes en mi estimada web de viajes, centraldereservas.com. Por 761 euros, íbamos a pasar los cuatro miembros de mi familia ocho noches en una habitación cuádruple, con el desayuno incluido, en pleno mes de julio (en condiciones normales, esa estancia rondaría los 2.000 euros).

El establecimiento está concluyendo una reforma integral después de que lo haya comprado una empresa de Singapur, Citadines, que ha sometido el edificio a una profunda remodelación por dentro. Y felicitamos al subdirector, Eliecer García, por la amabilidad de sus empleados y la limpieza de las instalaciones, aunque nosotros dormimos en una habitación de la tercera planta a la que todavía no le había llegado la reforma. Sin embargo, después de hablar durante veinte minutos con él y enseñarnos una de las habitaciones ya reformadas, se me olvidó preguntar a Eliecer por qué el hotel no tiene el número 13 en el ascensor. ¿Superstición tal vez? 

Felipe Pavani, en el metro de NY. Un cantante con imán
El desayuno lo recogíamos en un antiguo dormitorio habilitado en la primera planta, donde a los clientes se les entregaba una bolsa  blanca de papel con una pieza de fruta, dos botellas de agua pequeñas y un envase de cereales. También podías coger yogures y leche, además de cacao y/o café. Luego lo tomábamos en el coqueto vestíbulo, recientemente reformado, sentados alrededor de una gran mesa de madera.

Gracias a la situación del hotel, pudimos ir paseando para comprar en establecimientos como Macy's (esta firma paga los fuegos artificiales del 4 de julio; no te lo pierdas) y Hollister. También pudimos ir caminando, apenas diez minutos, para ver los musicales 'El Fantasma de la Ópera' (soberbio) y 'Chicago' (impresionante). En este espectáculo, el 21 de julio, coincidimos con Cristina Nuñez y su padre, Carlos Salvador , un reputado abogado mexicano en Querétaro. Comenzamos a charlar con Cristina después de escucharle decir que ella había disfrutado mucho en Nueva York con el musical 'School of the Rock', con el que mi mujer y yo igualmente gozamos en Londres el pasado verano.

Cristina, que había cumplido los 18 años dos días antes aunque su rostro parece el de una persona más joven, contó también que acababa de terminar un taller de un mes de duración en "New York Fil Academy", donde le pidieron que hiciese una audición. Ella estaba ahora a la espera de conocer el resultado para estudiar en este centro a partir de septiembre. Porque Cristina quiere dedicarse al espectáculo, estudiar arte dramático y seguir los pasos de su compatriota Bianca Marroquín, quien llegó a interpretar un papel en la misma obra con la que Cristina, su padre y mi familia disfrutamos, 'Chicago'.

Bryant Park, junto a la Biblioteca Pública
Los sueños de Cristina son diferentes a los de Jovanni, un chicano (natural de los Estados Unidos de América aunque de ascendencia mexicana) al que conocimos en una tienda de telefonía de la cadena Best Buy. El establecimiento, en la Quinta Avenida, está situado a 200 metros de nuestro hotel, por lo que nos acercamos allí para que mi mujer comprase un terminal  (quien conozca a mi esposa, Marcela, que le pregunte qué le pasó; es para mearse... de la risa).

Jovanni, nacido un 4 de julio (el Día de la Independencia de los Estados Unidos; por tanto, no se puede ser más americano), fue el encargado de vendernos el teléfono. Se trata de un joven que, a sus 24 años, se prepara para bombero en la ciudad de Nueva York, una profesión muy bien pagada allí. Jovanni relataba que, después de 5 años de trabajo, puede llegar a ganar más de 100.000 dólares anuales y muchos beneficios, como tener médico o dentista de manera gratuita. Mientras prepara la siguiente prueba (había superado ya la primera), trabaja en esa tienda de teléfonos móviles un día a la semana para complementar así el sueldo que gana como conserje en unos apartamentos de mucho lujo en Brooklyn, uno de los cinco barrios de Nueva York.

No solo la tienda donde trabaja Jovanni está cerca del hotel. Hay muchas otras, y muy reconocidas. Es el caso del establecimiento de la marca estadounidense Victoria's Secret, también en la Quinta Avenida. Tiene una deslumbrante escalera de cristal que termina en una planta donde se encuentra un pequeño museo con trajes de las modelos que han desfilado para esta firma. "La tienda de Nueva York es la más bonita de todas", afirma Chaila, una simpática dependienta.

El pequeño museo de Victoria's Secret en la 5ª Avenida
Pero no solo de compras y de monumentos vivimos. También comemos. En Nueva York, donde la comida rápida está a la orden del día, la familia Moreno-Carrillo sugiere Carmine's, una cadena de restaurantes que cuenta con dos establecimientos en la "Gran Manzana": uno, concurridísimo, junto a Times Square (conviene reservar) y otro en Harlem (en la calle 91), el origen de este negocio, que tiene locales abiertos en, Atlantic City, Washington y Las Vegas (este, por experiencia propia, muy recomendable también).

Es comida italiana en ingentes cantidades y a un precio que ronda los 32 dólares la fuente. Ahora bien, con dos o tres platos comen entre cuatro y seis personas. Y lo decimos por experiencia, porque esos días en Nueva York coincidimos también con unos familiares: Loli, profesora de francés y prima de mi mujer, y su marido, Pierre, un francés españolizado con el que se puede charlar de todo. Hasta de bancos financieros, ya que él trabaja para uno. Y nos sucedió como pasó con David, el comandante de aviones. "¡Prima, no nos vemos nunca por Toledo y hay que verse en Nueva York!", se dijeron la una a la otra. Casualidades de la vida.

Un cartel en el restaurante El Valle, en el Bronx,
anuncia que tiene un desfibrilador debajo del mostrador
Sin embargo, ten muy presente que en el Carmine's funcionan todavía con las propinas para complementar el sueldo de los camareros, algo que ya se ha erradicado en otras ciudades norteamericanas porque denigra, efectivamente, el trabajo de la hostelería y deja el salario de los camareros en manos de los clientes, no del empresario.

Hago la advertencia por el episodio que tuvimos que soportar con uno de los empleados. Nosotros no somos de dejar propinas en ningún establecimiento de restauración, pagamos lo que tengamos que desembolsar, y punto. Pero en el Carmine's te sugieren que dejes entre un 18 y un 22 por ciento de la cuenta (de un total de 65 dólares, el precio de dos fuentes con buena comida, pues debes de destinar alrededor de 14 más para los camareros).

En nuestro caso, esta vez fuimos en cuatro ocasiones a cenar al Carmine's de Times Square, con capacidad para casi 300 personas y donde pueden dar miles de comidas y de cenas al día. Pagamos religiosamente nuestra cuenta, sin propinas, y nos fuimos. Nadie nos llamó la atención, incluso intercambiamos bromas con Alf, uno de sus metres, en varias ocasiones.

Imitación en NY del coche de la saga
 Regreso al Futuro.

Sin embargo, la quinta noche ocurrió todo lo inesperado. Después de cenar, uno de los camareros que nos atendió nos echó en cara, con improperios en inglés, que no dejáramos ninguna de las propinas sugeridas. De malos modos, tiró la cartera donde te entregan la cuenta y arrugó el papel. Por supuesto, seguimos en nuestros trece y no dejamos propina. En la recepción del restaurante, preguntamos si estábamos obligados y nos confirmaron que en modo alguno había que dejar propina, como exigía Ralf, el camarero insolente.

Pese a ese incidente, no dejes de ir a probar los gigantescos platos del Carmine's, ya que te gustará. En cuanto a las bebidas, son muy caras (los vinos no bajan de 40 dólares la botella). En cambio, puedes pedir agua del grifo, que te la sirven gratuitamente en una enorme jarra con hielo (comprobarás que no eres el único que lo bebe; se la sirven a todos los clientes).

Jovanni, un chicano seguidor del Real Madrid
que se prepara para bombero en Nueva York 

Como pude comprobar, lo de las propinas es una costumbre arraigada que, afortunadamente, en otros establecimientos de hostelería de Nueva York no se lleva a día de hoy. Sucede en el restaurante cubano Margon (en el número 136 de la calle 46, también muy cerca de Times Square). Allí pedimos unos riquísimos bocadillos después de escuchar las explicaciones de Guadalupe, una de sus meseras, que baja en autobús a diario desde Nueva Jersey para trabajar en este local, un establecimiento que, desde la calle, nunca te llamaría la atención por su aspecto destarlatado.

Lo mismo te puede suceder con Ambrosia, en la calle 45, justo enfrente de nuestro hotel, el Fifth Avenue Central, donde la variedad de comidas es grande. Sin embargo, lo que destaco son las hamburguesas (acompañadas de unas crujientes patatas fritas) y el arte de Carlos en la preparación de gigantescas ensaladas con numerosísimos ingredientes, al precio de 10 o 13 dólares dependiendo del tamaño).

El estadio de los Yankees
El hecho de tener el hotel junto a Times Square nos permitió pasear mucho, recorrer a pie desde la Quinta hasta la Novena avenida, en lugar de hacerlo en autobús o en metro: Por eso pudimos ver escenas como la del hombre que acababa de recibir gratuitamente dos paquetes de galletas en la calle. Pasó de largo delante de un mendigo y a los pocos metros retrocedió para entregarle las galletas. Aunque te parezca que la gente solo va a lo suyo en el centro de Nueva York, donde el ruido es escandaloso por el tráfico rodado, hay personas que se fijan en sus prójimos.

También fuimos al barrio del Bronx para comprar en una tienda que tiene muy buenos precios en calzado. Se trata de VIM (Bergen Avenue), a 60 metros de la estación del subterráneo, en el cruce de la 3ª con la 149. Se llega con la línea 2 (roja) y 5 (verde). Lo sabemos muy bien porque nos alojamos en el extraordinario hotel Opera House, situado a 100 metros de esa tienda, en la anterior visita. Este hotel tiene su historia, ya que fue un reconocido teatro, donde actuaron el ilusionista y escapista Harry Houdini y hasta los hermanos Marx. Para llegar hasta allí, cada uno utilizó su tarjeta Metro Card que, por 33 dólares la unidad, permite viajar en bus y metro ilimitadamente durante siete días.

La zona de The Temple, en Dublín. Fotografía de Marta Moreno
Buscando un baño próximo al VIM, entré en el cercano restaurante dominicado El Valle, donde me llamó la atención que tengan un desfibrilador debajo del mostrador para atender paradas cardiorrespiratorias. También disponen en un cartel de las pautas que hay que seguir para liberar las vías aéreas a una persona que se atragante. Tarde pocos minutos en escribir un wasap a mi buen amigo Juan Pedro, que trabaja en labores sanitarias en la zona de Torrijos. Le sorprendió lo que le contaba. "En España todavía tenemos que avanzar mucho en ese terreno", vino a decir. 

No fue el único establecimiento de hostelería que encontré con un cartel bien grande en el que leer los consejos para socorrer a una persona que se hubiese atragantado. Lo vi también en una pizzería de Canal Street (en el cruce de esta calle con la de Broadway, al comienzo del barrio de Soho), donde puedes comer unas enormes pizzas recién hechas desde 16 dólares (la de queso y tomate).

El hotel del grupo U2 junto al recinto donde
comenzó a tocar. Fotografía de Marta Moreno
Pero para descubrimiento en ese campo, con una relación calidad-precio aún mejor, el que nos abrió los ojos a mi mujer y a mí a pocos metros de Times Square, Por menos de un dólar (99 centavos) puedes comer una porción de pizza o una gigante de 16 pulgadas desde 8 dólares (también de tomate y queso). Anótala por si vas a Nueva York. El local se llama, precisamente, 99 Cent y está en la confluencia de la 43 con la 9ª. Seguro que en toda esa zona no hay sitio más barato con una calidad tan buena.

Todo lo contrario que en el estadio de los Yankees, donde fui con mi hijo con la intención de ver un partido del mítico equipo local con los New York Mets, el otro conjunto de la ciudad. Finalmente, y debido a la intensa lluvia, el encuentro fue aplazado, por lo que no se disputó en el mismo campo donde juega uno de los grandes del fútbol español, David Villa. No tuvimos la ocasión de cruzarnos con él, pero sí contemplamos atónitos cómo a los americanos no les importa engullir un cesto de palomitas con 2.500 calorías o hincharse a cervezas, perritos calientes o fritanga, por cierto, a unos precios de escándalo. Para ellos, según cuentan conocidos míos, lo de menos es el partido, que sirve como excusa para entablar relaciones sociales.

El muro de la fama, en el centro de Dublín.
Fotografía de Marta Moreno
Después de recuperar el dinero por la devolución de las entradas, y antes de despedirme de la ciudad, me di el gustazo de volver a pasear por High Linea, una antigua vía de ferrocarril recuperada para el peatón y que se ha convertido en un lugar donde fluye el dinero con nuevas construcciones. Está entre las calles 34 y 14, en la zona oeste. Lo gocé, a pesar del calor y la lluvia, que nos acompañó durante casi todos los días de nuestra estancia.

Tras ocho noches, nuestra quinta aventura neoyorquina llegó a su fin y nos fuimos por donde llegamos. Autobús desde Port Authority hasta el aeropuerto de Stewart (20 euros por cabeza, alrededor de 100 minutos de viaje) y desde allí hasta Dublín en un vuelo de seis horas y media de duración. En la larga travesía por encima de las nubes consumimos las viandas que habíamos podido comprar, a un precio alto, en el centro de Manhattan, donde no hay supermercados al uso como sucede en España. Tan solo puedo destacar, porque fui a comprobarlo con mi mujer, los locales de la cadena Amish: uno en la Tercera avenida y otro en la Novena.

En el Dubh Linn, un lago donde los vikingos amarraban sus naves. Se levanta
ahora el jardín del castillo. Foto de Marta Moreno
Después de aterrizar en el aeropuerto de Dublín a las ocho y media de la mañana del 27 de julio, regresamos de nuevo en autobús al hostel Kinlay. En esta ocasión, la habitación cuádruple con baño, en la segunda planta, subió a 100 euros la noche, si bien era mucho más grande que la primera vez.

Aunque los dormitorios no pueden ser ocupados hasta las dos de la tarde, el amable empleado que nos recibió tuvo el impagable detalle de permitirnos entrar en la nuestra a las once. Un placer poder dormir sobre una cama después de un fatigoso vuelo (de regreso de América a Europa se tarda una hora menos que a la ida debido a la rotación de la Tierra, aunque, en realidad, la respuesta a este fenómeno no es tan simple, según los entendidos).

Por la tarde, en uno de los entretenidos paseos por el centro de Dublín, un grupo de voluntarios repartía comida y ropa entre indigentes. Una imagen habitual en muchas ciudades, pensarás. Sin embargo, nos llamó la atención que un chica también cortaba el pelo y arreglaba la barba a todo necesitado que se acercarse a las sillas desplegadas para la ocasión en la mismísima calle O'Connell, la más importante de la ciudad.

Al día siguiente aprovechamos para viajar, en un autobús turístico con un conductor-guía en inglés, hasta los acantilados de Moher, a 260 kilómetros. Eso es, al otro lado de esta isla tan verde. En el trayecto de ida paramos en un área de servicios de Moneygall, la población que el expresidente de los Estados Unidos Barack Obama visitó el 23 de mayo de 2011. De ese pueblecito en el centro de Irlanda partió a Nueva York, en 1850, Falmouth Kearney, el tatarabuelo de la madre de Barack y, por tanto, antepasado del dirigente norteamericano negro. La travesía que Falmouth había realizado en barco 168 años antes hasta la ciudad de los rascacielos, y que le llevó tantos días, la hicimos nosotros en avión en apenas siete horas y media. Cosas de la evolución industrial.

Acantilados de Moher. Fotografía de Marta Moreno
Ya en los acantilados de Moher, una maravilla de la naturaleza, mereció la pena los 30 euros que pagamos por persona a la empresa Darby O'Gill y las tres horas de viaje, con las explicaciones de un animado conductor-guía, en un confortable vehículo. Y, como música de fondo, la banda sonora de Mamma Mía, cuya versión teatral tuvimos la satisfacción de disfrutar en Londres, Las Vegas y Sevilla.

Para rematar este viaje de vacaciones, celebré mi cumpleaños (48) en Dublín. 29 de julio. Pero la cosa no empezó muy bien. El día anterior, a última hora de la tarde, había extraviado mi teléfono móvil en el autobús turístico que nos llevó a Moher, con lo que las incontables (supongo) muestras de afecto de familiares, amigos y compañeros de trabajo se quedaron en el limbo. No obstante, algunos mensajes de felicitación llegaron a través de los dispositivos de mi familia.

Después de una noche en la que el teléfono móvil me absorbió el sueño, mi particular jornada festiva comenzó a las siete de la mañana en la calle para ir a la misma parada de donde había salido de excursión el día anterior. Mi objetivo era hablar con conductores de la compañía para preguntarles si habían visto el móvil, proporcionado por mi empresa para desarrollar mi trabajo diario como periodista. El intento fue infructuoso: no lo habían visto.

Y eso que le había tocado el pecho izquierdo a la estatua de Molly Malone, una bella pescadera que murió de fiebre en la calle, según cuenta una canción popular, que es el himno no oficial de Dublín, aunque no hay constancia de que la muchacha existiese. No obstante, si cumples con el rito de poner una mano sobre ese seno, te acompañará la suerte.

                Acantilados de Moher, una de las mayores
      atracciones de Irlanda. Fotografía de Marta Moreno
Sin embargo, el teléfono seguía en paradero desconocido. Pero no me daba por vencido. Regresé al hostel y, después de desayunar, viajé en un autobús urbano hasta un polígono industrial, situado a diez kilómetros del centro de la ciudad, donde la compañía de buses tiene su sede. La intención era preguntar directamente allí si había habido suerte en la recuperación de mi dispositivo móvil.

En Dublín el autobús municipal se paga solo con monedas, nada de billetes. Además, debes informar al conductor de la parada en la que te apearás para que él te diga cuánto tienes que pagar. No es barato el trayecto, pues yo desembolsé 2,85 euros por recorrer esa decena de kilómetros desde una parada muy próxima a nuestro hostel (apenas 200 metros) hasta el polígono industrial.

Bueno, yo no lo pagué. A un hombre que había en la parada le pregunté si tenía cambio para un billete de veinte euros. Me contestó que no, y tampoco en la zona había un lugar donde conseguir monedas. Por tanto, el señor me dio tres euros para que pagara mi trayecto y se marchó en el bus que pasó antes que el mío.

Los 15 céntimos que sobraron al costear mi billete quedaron registrados en un tique que me entregó el conductor (en Dublín no dan cambio) para canjearlos en la oficina que la empresa de los autobuses urbanos tiene en la céntrica calle de O'connell.

Las vistas en los acantilados de Moher impresionan
Llegué a la sede de la compañía Darby O'Gill y una empleada me confirmó que no había encontrado nada, de momento. Yo seguía enseñando mi billete de 20 euros para conseguir cambio en monedas para el autobús urbano. Tampoco lo conseguí. Sin embargo, otro empleado me preguntó si iba al centro y se ofreció a llevarme.

En el trayecto, Irish Paddy, un rumano muy afable y conversador, me facilitó el correo electrónico del mánager de la compañía, Kavanagh, a quien escribí inmediatamente al llegar al hostel a través de internet, ya que llevaba mi propio ordenador. Y ocurrió algo que pocas veces me pasa en mi trabajo: ese jefe me respondió al minuto y medio, contestando en otro correo electrónico que él lo buscaría personalmente a la mañana siguiente y me llamaría por teléfono.

En el hostel tres empleados españoles me preguntaron luego si había habido suerte con las gestiones. Da gusto encontrarte con gente así, que te trata como si te conociera de toda la vida desde el minuto uno. Mario, en la recepción, y las primas Lidia y Andrea, que se encargan del orden en la cocina comunitaria, principalmente, además de otras tareas. La primera es de Soria, algo que se aprecia fácilmente por su manera recia de hablar, mientras que Andrea es de Málaga. Lidia, que estudia Animación en 2 y 3 dimensiones, llevaba dos meses trabajando para hacer un dinerito en vacaciones de verano, en tanto que su prima, graduada en estudios ingleses, sumaba ya 150 días. Andrea se ha embarcadom además, en un máster de lingüística en el Trinity College y luego pretende enfrascarse en un doctorado. 

Me iba viniendo arriba moralmente según transcurría la mañana. Es cierto que había amanecido un poco alicaído por la pérdida del teléfono móvil. No por su precio (unos 130 euros), sino por su contenido: alrededor de 600 contactos, una agenda a la que a más de un miembro de las fuerzas y cuerpos de seguridad del Estado le gustaría echar un vistazo.

Torre de O'Brien en los acantilados
de Moher. Fotografía de Marta Moreno
El cansacio hacía mella después de una noche en duermevela. Tenía ganas de llegar a la excursión que habíamos contratado para echar una cabezadita en el autobús mientras llegábamos a Wicklow y Glendalough, siguiendo el consejo de mi prima María Jesús, una profesora de inglés de Talavera de la Reina (Toledo) que está enamorada de Irlanda. Pero, finalmente, la siesta la tuvimos que dormir en el hostel. ¡Nuestro gozo en un pozo, Chus! Un empleado de la compañía Paddywagon nos indicó que nuestra reserva era para la mañana y no para la tarde, como sí se ofrecía como alternativa en el mensaje de confirmación que llegó el día antes.

Con el fin de reclamar la devolución del dinero, peregrinamos durante una hora por el centro de Dublín a la búsqueda de la oficina de la empresa para aclarar el entuerto. Tras lograr el objetivo, volvimos a nuestro campamento base: el hostel Kinlay. Lo dicho, siesta de dos horas y luego a prepararse para la celebración cumpleañera en un restaurante español, Las Tapas de Lola.

Este local es un lugar muy recomendable, con una decoración agradable y música española de diferentes estilos, que acompañó muy bien los platos que degustamos: chorizo y morcilla fritas, patatas bravas, carrillada de cerdo, croquetas, arroz negro, tarta de Santiago y pan tipo de pueblo, que también se paga. Porciones en su justa medida para terminar con un gran sabor de boca. Para beber, agua del grifo (algo que no faltó en ninguna mesa), porque el alcohol en Dublín está por las nubes, como en Nueva York, vayas al establecimiento que vayas. ¿El precio de nuestra cena para cuatro personas? 45 euros, bien pagados. Fuimos atendidos amablemente por Sergio, un camarero murciano que nos recomendó visitar el parque Phoenix, un lugar donde puedes dar de comer a los venados y al que iremos en una próxima visita.

Si tocas el pecho izquierdo a la estatua de Molly Malone, te
acompañará la buena suerte. Fotografía de Marta Moreno
Afortunamente, la cena en Las Tapas de Lola fue el mejor epílogo para la última noche en Dublín y era un broche de oro para un viaje memorable, a pesar de haber extraviado el móvil, un asunto que no se me iba de la cabeza.

A la mañana siguiente, el mánager de la empresa me escribió sobre las nueve, siete horas antes de que partiera nuestro avión de vuelta a España. Me indicó en un correo que habían encontrado un teléfono móvil similar al mío, aunque sin la funda que cubría su parte trasera y bastante dañado en esa zona. De todos modos, la moral se me vino arriba.

Después de desayunar y bajar las pesadas maletas a pulso desde la segunda planta entre todos los miembros de la familia, ya que la habitación había que dejarla libre antes de la diez, emprendí camino hacia la sede de la compañía. Volví a subirme a un autobús urbano, pagué los 2,85 euros y llegué en una media hora al destino. El propio Kavanagh me atendió y me mostró el teléfono que habían recogido, pero, lamentamente, comprobé que no era el mío. El hombre se había equivocado al darme la descripción: era la misma marca, pero no el mismo modelo. Vuelta al hostel con desazón.

Después de comer en el albergue, tomamos el autobús para ir al aeropuerto. Pensaba que el viaje no me iba a deparar ya más sorpresas. Sin embargo, se me cruzaron dos anécdotas muy agradables dentro del avión de regreso a Madrid, a pesar del jaleo organizado por dos grupos de jóvenes estudiantes de inglés que regresaban a España. Ese estruendo juvenil tan molesto estuvo a punto de descomponer, en más de una ocasión, los elaborados moños de las sufridas azafatas de Iberia, compañía con la que volábamos. Una pasajera, además, sufrió la malísima suerte de viajar con uno de los grupos tanto la ida a Dublín como a la vuelta a la capital de España. Como para terminar de los nervios.

La entrada a los acantilados de Moher cuesta
6 euros. Fotografía de Marta Moreno
Pero volvamos al fortuito y grato encuentro por partida doble. Sentado en la fila 19, a mi derecha viajé junto con un matrimonio de Cobeja (Toledo), Ángel Núñez y Milagros Redondo. Son los padres de Ernesto, un carnicero del mercado municipal de Toledo, muy visitado por el menda para comprar el pan, frutas y verduras. La pareja regresaba después de una excursión de 8 días por tierras de Irlanda del Norte y del Sur.

A mi izquierda, Pedro, un conductor de los autobuses urbanos de Madrid, al que muchos en Leganés lo conocen más por su apodo: Piturca. Durmió en Dublín con el colega que le acompañaba en un alojamiento, el hotel Russell Court. Lo peculiar del hospedaje es que se accede por el vestíbulo de un salón de baile, Krysle, que ganó el premio a la mejor discoteca de Irlanda en 2007, 2008 y 2009, según la información que publica el portal Booking.com. Como te lo cuento.

Para llegar a sus habitaciones cuando la sala de espectáculos estaba abierta, Piturca y su amigo se saltaban la cola del público enseñando una tarjeta del hospedaje (a 75 euros la noche). Luego, después de un recorrido por las instalaciones, llegaban a su dormitorio, dos plantas más abajo, donde, sorprendentemente, no escuchaban nada de ruido. ¿Y por qué todo esto? Pues porque Piturca, casualidades de la vida, conoce desde la infancia a un entrañable compañero mío de trabajo en Madrid, el fotógrafo Ángel de Antonio. Por tanto, el mundo es un pañuelo. Y, si no así, que se lo pregunten a mi vecino David, el comandante toledano que pilota los aviones más grandes del mundo.


























Comentarios

  1. Saludos Manolo y familia de parte de la familia madrileña Juan Carlos, Tina y Aitor. Lo bueno de viajar son las experiencias, los recuerdos y la gente que se conoce. ! Envidia de vuestro via je a la Gran Manzana! El nuestro terminó en Dublin

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    1. Un placer conoceros. Seguro que nos vemos cualquier día a la vuelta de cualquier esquina.

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