Barcelona: «Pos molt bé», pues hasta pronto

Una de las fachadas de la Sagrada Familia, aún inacabada
No sé si recordarás la respuesta de Josep Lluís Trapero, jefe de los Mozos de Escuadra, a un grupo de periodistas en una rueda de prensa en 2017. «Bueno, pues molt bé, pues adiós», fue lo que dijo cuando unos periodistas, ofendidos por sus declaraciones en catalán a una pregunta en catalán, se marcharon de la sala. Trapero se justificó añadiendo que «si me hacen la pregunta en catalán, contesto en catalán; y si me la hacen en castellano, en castellano». El «bueno, pues molt bé, pues adiós» se convirtió en Trending Topic; es decir, fue una frase muy repetida en redes sociales en un momento concreto.

Pues bien, como estoy necesitado de seguidores de mi blog, se me ha ocurrido jugar con esa frase del bueno de Josep Lluís en el titular de esta entrada para conseguir que mi cuaderno de viajes se posicione bien arriba en Google. Seguramente, no lo conseguiré pero, por mi parte, que no falte ese interés. El mismo interés con el que viajé a Barcelona del 5 al 7 de abril de 2019 para que mi esposa conociera esta gran ciudad, que tanto engancha a los extranjeros y que también nos ha seducido a nosotros.

Volamos desde Madrid en un gigantesco pájaro con alas de la compañía Air Europa (dos billetes de ida y vuelta, 115 euros), con una capacidad aproximada de 350 pasajeros y dedicado al cantante David Bisbal. Sin mucha marcha en el cuerpo, dada la temprana hora del viaje, aterrizamos en el aeropuerto de Barcelona sin contratiempos cincuenta y cinco minutos más tarde.


Edificio modernista restaurado en el exclusivo paseo de Gracia
Más dificultades tuvimos para encontrar el único estanco del aeródromo donde poder comprar una tarjeta de transporte de 10 viajes por 10,20 euros (sí, como lo lees, puedes ir a tu hotel en Barcelona por un euro; también puedes hacerlo directamente en metro, pero es más caro). Lamentablemente, y no sé de quién será la culpa, no hay ninguna señalización que te dirija hasta la expendeduría de tabaco. Eso sí, para llegar al Aerobús, un autobús que por 5,90 te lleva a la ciudad, no había ningún problema. Con seguir a la gente, es suficiente. Como Vicente.


Parque Güell
Sin embargo, me propuse comprar el bono de viajes y lo conseguí. Es cierto que necesité de la ayuda de tres simpáticos empleados del aeropuerto, pero al final llegué al estanco, donde una amable y risueña dependienta me confirmó que se han quejado muchas veces de la falta de señalización, pero que no les hacen caso. ¿Habrá, entonces, alguna mano negra detrás?

Con la tarjeta de viajes, llegamos hasta la dársena del aeropuerto para subirnos al autobús urbano número 46, que te lleva y te trae de Barcelona en unos 25 minutos. Curiosamente, tiene su parada a tan solo 100 metros del carísimo Aerobús. Aquí te dejo este frío dato, como diría mi admirado Juan Antonio Pérez, Juanito.

Del autobús bajamos en la plaza de España, donde subimos al metro con el mismo billete. En solo dos paradas nos apeamos a unos 300 metros de nuestro alojamiento, el hotel AC Sants, al ladito de la conocida estación del AVE. Por 125 euros, pudimos dormir dos noches en este establecimiento de cuatro estrellas, con desayuno y el pago de tasas locales para turistas incluidas. ¿El truco? Si quieres saberlo, escríbeme. No quiero dejar rastro al excomisario Villarejo...

Hotel España (al fondo), donde
Alfonso XIII se alojaba
Llegaba a la Ciudad Condal, un apodo que surge en la Edad Media según he leído, cinco años después de correr mi único maratón (42.195 metros). Los recuerdos se agolparon en mi cabeza cuando vi las torres de la plaza de España: los 1.400 kilómetros de entrenamiento, los cuatro meses y medio de preparación en compañía de los infatigables Rafa y Ángeles, la voluntad de no dejarme vencer por el miedo tras una larguísima operación de corazón...

Pero yo soy de seguir la filosofía del «carpe díem», es decir, aprovechar el momento. Y por eso, nada más dejar las maletas, fuimos como flechas hasta el casco viejo de Barcelona para nuestra primera de las tres rutas turísticas contratadas (solo íbamos a estar 48 horas). Así, a las doce de la mañana nos adentramos en el barrio Gótico de la mano de Rafa, un gallego lector de ABC -periódico donde trabajo- por sus artículos de historia, según me dijo. Un entretenido recorrido de dos horas y media en las que Rafa (de la empresa Sandemans) supo mantener magistralmente la atención del grupo.

Además, acertó luego en la recomendación del restaurante donde comimos, Taller de Tapas, una empresa que cuenta con varios locales repartidos por Barcelona. Por menos de 10 euros comimos un primero y un segundo, con pan y una bebida. No hubo tiempo para más (el postre o el café costaba un 1,5 euros), porque solo tuvimos 30 minutos para comer antes de que arrancara la siguiente ruta.


Lazo amarillo, en un cable, y dos banderas
de España en un balcón
Con Donkey Tours conocimos los edificios modernistas de la Ciudad Condal. Los argentinos Ezequiel y Facundo, que fundaron la empresa hace dos años, se rodearon de profesionales como Marc, un barcelonés encantador al que no le importa regalar media hora más de su inestimable tiempo cuando se siente a gusto con su grupo. Marc, nuestro guía, desveló dos secretos que yo desconocía: en Barcelona puede haber más argentinos que en la propia Argentina y los catalanes no son agarrados, sino «ahorradores».

Con él estuvimos tres horas y media, que no se me hicieron largas en absoluto. Durante el ameno recorrido, busqué también con la mirada banderas independentistas y lazos amarillos colgados para pedir la libertad de políticos catalanes que se encuentran en prisión provisional. Están en la cárcel, a la espera del juicio que se está celebrando ahora, como presuntos impulsores del  referendo ilegal de autodeterminación que se celebró en Cataluña el 1 de octubre de 2017.

Esperaba, pues, pasear bajo un toldo confeccionado con esos elementos de protesta, sobre todo después de lo que había visto en televisión, escuchado en radio y leído en periódicos. Pero, sinceramente, conté muy pocos símbolos así. En ciertos casos, incluso me llamó la atención ver lazos amarillos o enseñas independentistas colgadas en algunas calles, o en balcones, a muy pocos metros de banderas de España.

Santa María del Mar, en la que se inspiró
la novela «La catedral del Mar»
Por eso le pregunté a Marc si los españoles de fuera de Cataluña que hacían sus rutas por Barcelona llegaban con prejuicios. «La gente que viaja no tiene tantos prejuicios», me respondió rotundo, poco antes de que yo viera varias tiendas que tenían a la venta esteladas y banderas de España en los mismos expositores.

Al pasar por el palacio de la Generalitat, fijé mis ojos en un gran cartel en catalán, desplegado enncima de la puerta de entrada, en el que se podía leer «Libertad de opinión y expresión, artículo 19 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos». Lo abrigaba una bandera catalana, mientras que más arriba, en la azotea del edificio, una bandera de España ondeaba de un mástil y la enseña catalana, de otro. 


Las dos torres de la plaza de España
Nosotros tuvimos la grata sorpresa de coincidir en el mismo grupo con gente de nuestra comunidad autónoma, Castilla-La Mancha. Era una familia de Albacete (Encarni, Goyo, Nuria e Isabel) que había llegado a Barcelona en coche después de 500 kilómetros. Se los veía más enteros que nosotros, y eso que Nuria e Isabel son menores de edad. Pero el cansancio en mi caso, después de levantarme a las 4 de la mañana, hacía mella poco a poco. [Sí, lo reconozco, eché una cabezadita  sobre un banco en alguna parada; yo también soy humano,vale].

Tal era la falta de fuerzas que, tras la ruta, mi mujer y yo nos encaminamos fatigados hacia el hotel en metro, comimos dos pinchos de tortilla en una cafetería junto al AC y dormimos como angelitos. De 8 de la tarde a 8 de la mañana.


Marc habla de Carmen de Mairena en el Raval
Al día siguiente, con más hambre que los pavos de Manolo, bajamos al restaurante del hotel a desayunar. ¡Qué jamón ibérico veteadito, por favor! Nos pusimos las pilas rápidamente y a la calle otra vez.

Fuimos en metro hasta el parque Güell, unos famosísimos jardines públicos en los que debes pagar 8,5 euros en un determinado tramo horario del día si quieres admirar algunas de las obras de Antonio Gaudí. Bien es cierto que puedes ver alguno de sus magníficos trabajos sin necesidad de desembolsar ese dinero. Por eso, ya queda a tu elección, aunque te recomiendo que vayas solo por ver las vistas de Barcelona. Advierto: está en una zona alta de la ciudad, por lo que tendrás que tirar de riñores y de gemelos para llegar a ella. Pero merece la pena por las panorámicas, por sus jardines y por la música en directo que puedes escuchar. Nosotros tuvimos la inmensa fortuna de oír a Omar a la guitarra (bárbaro fue escuchar su Concierto de Aranjuez o «Slipping through my fingers» de Abba), y también al fabuloso grupo de reggae Microguagua, formado por músicos de países, culturales y estilos musicales diferentes.


Esteladas y banderas de España en una misma tienda de regalos
Bajamos del parque Güell en autobús hasta el centro de la ciudad y, antes de la ruta contratada para las 15:30, comimos unas tapas en La Llibertaria (calle Talleres, 48). Se trata de un pequeño negocio de dos plantas en el barrio Gótico. Allí probamos una sabrosa empanadilla... argentina (¡qué curioso!) y sus dos tipos de tortilla de patata, una de las especialidades de la casa, donde pude escuchar, ciertamente sorprendido, una canción de las folclóricas de los años 50, aunque no acierto recordar cuál era de ellas.

Luego tomamos café y un par de dulces caseros en una de las catorce cafeterías que la firma El mos tiene abiertas. Sus precios son muy competitivos (baratos, vamos), con menús al mediodía por 9 o 10 euros (si es laborable o fin de semana), algo muy habitual, aunque inesperado para mí, en el centro de Barcelona, una de las ciudades más caras de España.


Un gato de Fernando Botero en el Raval
Media hora más tarde, fuimos a la plaza Nova, junto a la catedral, desde donde salen las rutas de Donkey Tours. Con ellos habíamos contratado también una ruta por lugares «prohibidos» del casco viejo, por el barrio del Raval principalmente. Se trata de una zona por la que se puede hacer un tour gastronómico del mundo, según Marc, dada la cantidad de establecimientos hosteleros de diversos países que salpican las calles de este barrio tan característico. Es tan distinta esta zona que uno se puede encontrar un gato de Fernando Botero en una plaza donde la prostitución se percibe a poca distancia y donde hay, a tiro de piedra, un hotel de 5 estrellas que funciona desde hace ya diez años.


Baile de la sardana en la plaza Nova el sábado por la tarde
Aunque más atónito me quedé cuando, de su carpeta en la que guardaba diferentes fotografías, Marc nos mostró una de Carmen de Mairena (nombre artístico de Miguel Brau), un icono en esta zona de prostitución, donde alquilaba habitaciones de su casa a las meretrices para que cumplieran con sus servicios.

También escuché a Marc una frase («los argentinos llevan la inmigración en su adn») que me hizo reflexionar sobre la migración. Y me volvió a sorprender cuando habló de «Dolores, la Moños». Esta señora fue un personaje del Raval por la que se acuñó en Barcelona una frase sobre la repercusión social de una persona: «Eres más importante que la Moños». Nuestro guía remató la faena al mostrarnos la fachada del hotel España, donde dice la leyenda que el rey Alfonso XIII se hospedaba para dormir y ver también películas subidas de tono.


Avenida de Sants, cortada al tráfico rodado para los peatones
Terminada la ruta, pasamos de nuevo por una cafetería de El mos antes de volver al hotel. Y luego subimos al metro, donde pude comprobar cómo alguien se había entretenido en corregir dentro de un vagón, en la relación de estaciones por las que pasa el convoy, el nombre de la parada «Espanya» por el de «España».

Ya de camino al alojamiento, me quedé asombrado al ver que la calle Sants, con dos carriles para cada sentido, estaba cortada al tráfico rodado para el disfrute de los peatones un sábado por la tarde. Y, muy cerca de allí, paramos en un restaurante que fue un gran descubrimiento, «La mestressa» (plaza de Osca, 7), un lugar al que debes acudir si estás por la zona. Comimos un rabo de toro espectacular a un precio increíble (10,80 euros), acompañado de unas tostas de queso y beicon muy bien elaboradas (8,50), y todo regado con un vino de Rueda, el Verdeal, a 13,90 euros la botella.


Fachada lateral de un edificio en el Raval
A la mañana siguiente, otro desayuno potente en el hotel (no se me olvidará fácilmente ese jamón ibérico resudado) antes de encaminarnos hacia el aeropuerto. Como siempre, salimos con mucha antelación porque te puede ocurrir algo inesperado, y a mi mujer no le gusta correr. Por tanto, metro hasta la plaza de España, donde está la plaza de toros (cerrada para la tauromaquia incomprensiblemente), y unos pasitos hasta la parada de autobús para subir al 46.


Casa en el parque Güell donde
Antonio Gaudí murió
Sin embargo, las últimas horas en Barcelona iban a estar rodeadas de suspense. ¡Como si hubiera tenido una premonición, chacho! Una caminata cortaba el tráfico rodado, de manera alternativa, por la Gran Vía. Debido a ello, el ansiado autobús tuvo que cambiar su ruta y no pasó por donde nosotros lo esperábamos. Menos mal que habíamos salido del hotel casi con tres horas de margen...

Este contratiempo, en cambio, nos permitió conocer a una encantadora familia de cuatro marroquíes. Mientras esperábamos, pudimos conversar con la joven abuela Naima y su hija Ihsan, cuyas facciones y el color tostado de su piel me recordaban a mi agraciada cuñada Diana.

La familia iba al aeropuerto a recibir a una hermana de Naima, pero el retraso del autobús llevó a la dicharachera abuela a ofrecernos compartir un taxi familiar si nos parecía bien. Aunque le puso muchísimo empeño, Naima no logró detener ninguno vacío, por lo que los seis nos encaminamos Gran Vía abajo a la espera de cruzarnos con el 46. Afortunadamente, Ihsan echó la vista atrás cuando ya habíamos pasado una parada y, en ese preciso momento, el bus apareció como por arte de magia. «¡La madre que lo parió!», exclamó Naima mientras empujaba con fuerza el carrito con su nieto dentro para alcanzar el vehículo. Le salió tan española, tan castiza la frase, que comencé a reírme. «Llevo 26 años en España», me contó una vez que subimos al autobús.


Encrucijada de calles en el caso viejo de  la ciudad
Dentro del urbano, le faltó tiempo para ofrecer dos billetes de diez euros cada uno a una española que buscaba a alguien que le cambiara uno de 20 euros para pagar al conductor. ¡Cuánta amabilidad, por favor! «Me adapto fácilmente a los lugares donde vivo. La semana que viene empiezo clases de catalán», me desveló en un perfecto castellano. «Muchas mujeres marroquíes no se adaptan igual, les cuesta hablar en español», le comentó mi mujer, maestra en una clase donde los magrebíes son numerosos y sus madres apenas saben defenderse en castellano.

Me hubiera encantado seguir hablando con ella, con Naima, pero llegamos al aeropuerto y cada uno tuvo que irse hacia su destino. Mi mujer y yo volvimos a Madrid, con ganas de regresar a Barcelona, donde no nos habíamos sentido extranjeros. El encuentro con Naima y su hija Ihsan había sido un extraordinario final para esta aventura y un buen motivo para volver a la Ciudad Condal. Menos el agua del grifo (está mucho mejor la de la capital de España), de Barcelona me llevaría muchas cosas buenas. «Pos molt bé», hasta pronto.







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