La boda que unió el norte y el sur

Manu y Ana, el día de su boda en Toledo.
Fotografía de Rebeca Arango
Unas vacaciones son para vivirlas intensamente. Es cierto que necesitas dinero (menos de lo que puedes imaginarte), pero también la actitud es imprescindible. Mi amiga Marta, la dentista, dice que yo sé viajar; que no es lo mismo que viajar a secas. Será por eso que mis 30 días de vacaciones estivales pueden parecer dos meses. Y el verano de 2019 no iba a ser diferente. Así que, después de haber pasado por Verona y por La Palma, en Canarias (no te confundas), mi próximo destino fue Santillana del Mar. Sí, ya he escrito en este blog sobre mis sensaciones en esa pequeña ciudad cántabra, pero me fascina volver a los alrededores de Altamira. Además, hay otro motivo, mi hija tiene allí a su buena amiga Verónica, con lo que matamos dos pájaros de un tiro (como seas animalista, me has crucificado).

Playa de Los Locos, en Suances
En esta última ocasión, nada más llegar al aeropuerto de Madrid-Barajas el 16 de agosto cogimos el coche en el garaje del hotel Hilton (es más barato que otros aparcamientos próximos, aunque no lo creas) y nos encaminamos hacia el norte de España a las siete de la tarde. Para hacer más llevadero el viaje, realizamos parada y fonda en Lerma, en el hostal Docar (1 noche y desayuno, 3 personas, 76 euros). Cenamos en un asador mientras contemplábamos la maravillosa plaza Mayor, con el imponente parador de turismo al fondo, aunque los coches han afeado el emplazamiento muchísimo. Si yo fuera lugareño, ya te digo que protestaría.

A la mañana siguiente, carretera y manta hacia Santillana. Allí nos hospedamos en la posada Herrán durante cinco noches (395 euros, con desayuno incluido). Segunda visita a este espléndido alojamiento, en la periferia de Santillana, donde su propietaria, Lidia, nos preparó en su cocina pan integral, quesada, magdalenas y palmeras para empezar siempre el día con fuerza.

Santillana del Mar
A 300 metros de la casa de Lidia, otro establecimiento muy recomendable, posada Camino de Altamira, en la carretera hacia la célebre cueva. Allí comimos estupendamente durante varios días (18 euros el menú los fines de semana; 14 euros, de lunes a viernes). Puedes degustar también raciones espectaculares y extremadamente generosas. ¡Cómo estaba el cachopo, pardiez! ¡O el apetitoso plato de embutidos ibéricos a 12 euros! ¡O esos garbanzos con pulpo! Y si además te atiende Lidia, una hija del dueño que no pierde la sonrisa, la comida es ya redonda.

Al restaurante de Camino de Altamira llevamos a Juan y Adelina, de Tarragona, que dormían en nuestra posada. Una agradable comida en la que hablamos de lo divino y de lo humano. En la que Juan, mecánico y agricultor, nos contó lo mal que pagan a los productores del campo, con lo que surgió la pregunta: ¿Por qué las frutas y las hortalizas tienen precios elevados en el mercado? Como en el fútbol, los intermediarios se llevan un gran pellizco. Tan grande como la mitad del cachopo que le sobró a Adelina, y eso que le habíamos avisado de la generosidad del cocinero, dueño del restaurante.

Con Cristina y Ángel en Santillana
Al día siguiente comieron con nosotros, en este mismo lugar, una familia de Tenerife con la que conectamos al momento. Con Cristina, sobrecargo en la aerolínea Norwegian; su marido, Ángel, y su pequeño, Hugo, coincidimos cuando ellos subían a pie al museo de Altamira y nosotros regresábamos a la posada. ¿Pudo ser que Ángel tiene un parecido muy razonable con mi hermano Javier, además de la amabilidad de la pareja, lo que nos llevó a mi mujer y a mí a tener la sensación de conocerlos de toda la vida? Quizá.

El caso es que les recomendamos el restaurante Camino de Altamira si querían apretarse una buena comida entre pecho y espalda a un gran precio. Y allí nos encontramos una hora y media más tarde. Luego, ciento noventa minutos de estupenda charla, en la que Cristina nos contó lo difícil que es lidiar con algunos pasajeros en los aviones, mientras que su esposo, estibador en el puerto de Santa Cruz de Tenerife, desmintió que en su profesión uno se haga rico. Limpiaba así la imagen que hace un tiempo se intentó vender a la ciudadanía, a través de los medios de comunicación, cuando su sector se puso en huelga. Además, tanto Cristina como Ángel contaron que tienen horarios muy complicados para conciliar la vida laboral y la familiar, con lo que unas cortitas vacaciones veraniegas están siempre pendientes de un hilo.

Exposición al aire libre en
el Museo de Altamira, Santillana
Acompañé a la familia hasta el autobús que los llevaría desde Santillana del Mar hasta Santander, donde estaban hospedados. Durante el camino a pie, apenas unos 15 minutos, quedamos en vernos en Tenerife, ya que en casa casi hemos abierto una sucursal de vacaciones en las islas canarias. De hecho, creo que al archipiélago me iré a pasar temporadas cuando me jubilen.

Durante las cinco noches en Santillana también nos encontramos con María Jesús, una prima de Marcela, y su marido, Jesús; igualmente con el ganadero Eusebio, protagonista en la primera entrada que escribí de este bello pueblo en mi cuaderno de viaje, así como con un joven al que se me olvidó preguntar su nombre (¡Voy a darme cien latigazos!). El chaval iba recorriendo el Camino de Santiago, aunque ya sabía que no lo terminaría y que llegaría hasta dónde le permitieran sus días de vacaciones. Al caminante le acompañamos mi mujer y yo desde la entrada de Santillana desde más allá del palacio de Velarde hasta el albergue del pueblo en un día de lluvia fina que, sin embargo, no amedrentó a miles de turistas.

Dos socorristas en la playa de Tagle, Cantabria
Después de seis días, regresamos a Toledo para asistir al día siguiente a la boda civil de mi querida Ana y su gentil novio, Manu. Sabía que me lo pasaría a lo grande porque iba a ser un enlace diferente: por la mezcla de invitados tan distintos, por la familia llegada desde diferentes partes del mundo y por las circunstancias de la boda en sí misma.

Para empezar, el oficiante fue el padre de la novia, concejal en la capital de Castilla-La Mancha. Como casi siempre ocurre en sus intervenciones, el progenitor estuvo muy acertado en sus comentarios socarrones cuando tomó la palabra como padre de la contrayente. Algunos del público, gente de la prensa canalla, aplaudimos incluso ciertas partes de su discurso, por momentos irónico: en efecto, el enlace llegaba después de unos años muy duros para Ana, la alegría de la huerta a pesar de todo. Porque esta tía, testadura, fotógrafa de profesión y por cuyas venas corre el periodismo, está hecha de otra pasta. Como su amiga Luna, otra luchadora inquebrantable dentro y fuera del campo de rugby, a la que le espera ahora un futuro como policía.

Hotel Valsequillo en Lepe
Me reconduzco, que me voy por otro lares. Decía que la boda también fue distinta porque la novia, al volante de un coche con más años que Matusalén, fue a buscar al novio a su casa para ir los dos hasta la plaza del Ayuntamiento. Ana y Manu cruzaron a pie el centenar de metros que separaban hasta la entrada al Consistorio como el que camina por la calle con muchas ganas de tomarse un par de cervezas (eso es, despreocupados, ligeritos y nada de ir agarraditos de la mano como unos enamorados). Ella iba guapísima, con un parecido razonable a Winona Ryder, como apuntó luego su amiga Rebeca Arango, también fotoperiodista. ¿El novio? Arreglado y con pajarita, ¡todo un triunfo!

José Toscano Pinzón junto a
una estatua de sus familiares
Luego, en la ceremonia, intervino el hermano de la novia, Javier, 'el Talega'. Desenfadado, como es él tanto en su forma de hablar como de vestir, llegó al corazón de más de uno al contar la relación musical que le une con Manu. Y contó una fábula Manuel, el padre del novio, para explicar cómo el amor vence en muchas ocasiones. Lo hizo desde un punto de vista docente, que para eso es maestro de escuela, aunque se le notó que no tenía las mismas tablas que su consuegro, el concejal.

Después del acto civil, a la cena. Pero no de cuchara, cuchillo y tenedor. Nada de eso. Un picoteo informal en el que no faltó de nada. Cervezas a miles, por supuesto, que para eso los novios son amantes del lúpulo. Hubo hasta un concierto del grupo de rock de Manu y Javi 'el Talega', Titular Mads, que formó parte de las cuatro horas de barra libre para la alegría de los invitados, aunque este fiel servidor se retiró temprano.

Réplicas de las tres naves de Colón en La Rábida
Casualidades de la vida, resulta que el lugar donde se celebró el enlace, Los Lavaderos del Rojas, se asemeja mucho al establecimiento donde mi mujer y yo nos alojamos en tierras onubenses dos noches más tarde. Los dos recintos tienen una preciosa fachada y un bello interior que recuerdan a un cortijo andaluz.

Y, en efecto, para Huelva que nos fuimos mi mujer y yo al día siguiente de la boda con el propósito de rematar las vacaciones. Por la tarde, nos encaminamos en coche hacia Trujillo, donde hicimos noche en el hotel Perú (1 noche, 40 euros, con desayuno incluido), que tiene una sugerente terraza de verano, con una gran fuente en medio, en la que hay que reservar si quieres cenar.

José y Chari, en el monasterio de La Rábida
Por la mañana, y después de tres horas de viaje, llegamos a nuestro cuartel general en Lepe, el hotel Valsequillo, a 927 kilómetros de Santillana del Mar. Magnífico establecimiento abierto hace 15 años, aunque sus dueños lograron un trampantojo estupendo: aparentar que el establecimiento tiene solera. Su diseño e instalaciones me recuerdan también a un parador de turismo en pequeñito, como dije a Rafael, uno de los miembros de la familia que gestiona el alojamiento. Porque aquí el clan hace de todo. A Bella lo mismo la ves despachando en el chiringuito de la relajante piscina como se ata el mandil para ayudar a su madre, también llamada Bella, y a Laura en la cocina. También conocí a José, en recepción, que me dijo una frase para rumiar: 'Conozo a gente tan pobre que solo son millonarios'.

Desde el Valsequillo (5 noches en media pensión, dos personas, 441 euros) nos movimos por la zona, donde las construcciones y la naturaleza conviven mejor o peor según la población. A un lado, La Antilla, Islantilla, Isla Cristina y Ayamonte. Al otro, que me enamoró, El Rompido, El Portil, Punta Umbría y Huelva. Y un poquito más allá, San Juan del Puerto, de donde es natural el periodista Jesús Quintero, el loco de la colina, cuya forma de entrevistar siempre me entusiasmó.


Muelle de Riotinto, en Huelva
Pues en esta población de viviendas bajas y blancas residen José Toscano Pinzón y su mujer, Chari, a los que conocimos en Bilbao de manera fortuita hace un año. Esta vez fuimos a su casa para disfrutar del magnífico entorno natural en el que viven. También cenamos con ellos y fue cuando nos sorprendieron: estaba comiéndome unas gambitas blancas de Huelva y unos chocos (plato típico onubense) en el solar de la casa donde nació y se crió Jesús Quintero. ¡Me quedé loco!


A la mañana siguiente, quedamos otra vez con Chari y con Pin, como le llama su mujer, para recorrer por la mañana playas interminables de Mazagón, como la antigua Rompeculos, y pasar por Moguer, pueblo de poetas y escritores. Aquí, donde también nació el autor de La Parrala, todo gira en torno a Juan Ramón Jiménez. Tanto es así que hay una gasolinera que se llama... Platero.

Estatua a Colón en Huelva
Para comer, la taberna Capitán Salitre en Mazagón. La cuenta de cada mesa se apunta con tiza en la barra de madera, como en mucho locales andaluces, y en la cocina anotan las comandas en los azulejos blancos. Recuerda el sitio porque el pescaíto está muy fresco y la ventresca, de muerte.

Como guía de los lugares colombinos, el ingeniero y profesor de instituto José Toscano Pinzón es de 10. Con él y con Chari conocimos también el paseo marítimo de Huelva, con una puesta de sol maravillosa, y la Bodeguita Zafiro, donde comí un cazón adobado para repetir.

Llegados a este punto, seguro que habrás pensando: ¿De qué me suena Pinzón? Pues sí, Pin es descendiente de los célebres hermanos que descubrieron el Nuevo Mundo acompañando a Cristóbal Colón, según le ha confirmado un amigo suyo investigador y catedrático. Y por eso él y Chari nos llevaron al monasterio de La Rábida, donde el navegante y su tripulación rezaron antes de partir desde el puerto de Palos, cuna del Descubrimiento de América, el 3 de agosto de 1492. Pasear por sus habitaciones te traslada a la época del genovés y te lo imaginas absorto por las preciosas galerías, pensando, quizá, en la resistencia de la nao Santa María y las carabelas de La Pinta y La Niña. Precisamente réplicas a escala de las tres embarcaciones puedes verlas amarradas en un muelle de La Rábida. Seguro que pensará entonces en las calamidades que tuvieron que pasar esos viajeros en sus expediciones. ¡Me río yo de mis aventuras, cacas de vacas al lado de aquellas!

Atardecer desde la punta del Sebo en Huelva.
Fotografía de Marcela Carrillo
Más tranquila fue la jornada con mi colega Álvaro y su familia en La Antilla. Playa de fina arena blanca, supermercado, una compra rápida y a comer en su apartamento. Durante la sobremesa salió a relucir el calvario de Álvaro hace un año y que lo plasmará en un libro al que aventuro un impacto mediático brutal. Porque en muchas ocasiones las cosas no son lo que parecen, ¿verdad, colega?

De vuelta a Toledo, hicimos parada y fonda de nuevo en el hotel Perú, en Trujillo, también tierra de conquistadores. Después de cenar en su terraza de verano, que esa noche echaba el cierre hasta el próximo estío, compartimos velada con Sixto y Felisa, familiares del menda. Tras un periplo laboral por Cataluña hace años, esta pareja regresó a la pequeña y cercana localidad de Ibahernando, de donde es natural mi padre, para dedicarse a la venta ambulante de ropa. Con los años, Sixto se ha ido pareciendo físicamente al filósofo toledano José Antonio Marina, con el que también comparte la forma cadenciosa de hablarte.

Fue la manera perfecta de abrochar un viaje que unió el norte y el sur, pasando por el centro de España, gracias a la boda de una amiga. Sin ese enlace, esta historia de casi 2300 palabras no habría existido nunca.




















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