Plácido Domingo bien merece un dolor de culo


A sus 78 años, Plácido Domingo está en plena forma. Lo he podido comprobar en Verona, en su maravilloso y mágico anfiteatro, durante su festival de ópera. Plácido ha cautivado, se ha entregado en sus actuaciones y el público le ha correspondido. Porque Domingo es un divo; no descubro nada.

Ya en el Metropolitan Opera House de Nueva York, durante una visita hace unos años, me asombró ver varias fotografías suyas, algunas de un tamaño colosal, colgadas en las paredes. Y ahora, en la bellísima ciudad italiana, he constatado que el cantante madrileño tiene un gran poso y es (casi) una deidad. Para muchos, el mejor tenor de todos los tiempos.

El  apellido de Plácido marcado a fuego
sobre las gradas del anfiteatro
Mi mujer, Marcela, y yo teníamos muchas ganas de ver a Plácido en directo por primera vez. Y en Verona lo conseguimos... por dos veces. La primera ocasión fue el mismo día 1 de agosto, a las pocas horas de llegar desde Madrid. Volamos en un pequeño avión de  Air Nostrum (ida y vuelta, 118 euros), la línea regional de Iberia, con la que aterrizamos en el aeropuerto de Bolonia. La elección no fue baladí, ya que un vuelo a Verona es caro y no hay ningún avión directo.

Como la expedición se completaba con mi prima María Jesús, una admiradora de Domingo, aprovechamos para tomar un taxi en el aeropuerto (al ir tres, es más barato que el autobús) y mostrarle en dos horas el centro de Bolonia. Paseamos por su plaza Mayor y la sorprendente iglesia de san Stefano antes de subirnos en un tren de alta velocidad (Ítalo, 9,90 euros cada trayecto) que nos llevó a Verona en 50 minutos. En la ciudad de Romeo y Julieta habíamos alquilado un precioso apartamento (340 euros, cuatro noches) situado a 360 metros del Arena, como quería mi prima. Con dos habitaciones, a la vivienda no le falta de nada. Por tener, tiene hasta frescos. Impresionante.

La Traviata, en el Arena de Verona
Desde nuestro cuartel general nos movimos, por las mañanas, a varias ciudades de los alrededores en un radio de 50 kilómetros: la 'pícola' Mantua, la esbelta Vicenza (con palacios a diestro y siniestro), el lago de Garda y Sirmione, un coquetísimo pueblo que es un destino muy visitado por turistas. Eso sí, viajamos siempre en tren, porque en Italia funciona muy bien y es puntual, a tenor de nuestra experiencia, además de barato (siempre comprando con antelación).

Uno, que es de Talavera de la Reina, tiene una envidia sana de la magnífica red ferroviaria en el país de la pasta. Nada que ver al lamentable servicio que deben aguantar los usuarios que viajan desde Madrid a Lisboa en los 'trenes de la vergüenza'. Por ejemplo, los 49.000 habitantes de Mantua pueden presumir de una estación de ferrocarril sorprendente, más propia de poblaciones con más habitantes en España. O en Vincenza, con algo más de cien mil almas empadronadas (un poco más que Talavera), da un gustirrinín pasear por sus instalaciones para subir o bajar de un tren. Y donde también te encuentras desfibriladores, como sucede en las calles de muchas ciudades italianas por pequeñas que sean, para salvar una vida en cualquier momento. Lamentablemente, no sucede lo mismo en Castilla-La Mancha, la región donde vivo, donde debes tener una titulación para hacer uso del aparato. Si no, atente a las posibles consecuencias aunque hayas salvado una vida. La puñetera 'titulitis'.

Verona
Pero no viajamos a Italia para hablar de su ferrocarril ni de su acertada política de desfibriladores en la calle, sino para recorrer ciudades, ver paisajes y escuchar música. En Mantua, por ejemplo, paséate por su espléndida plaza Mayor empedrada, por la catedral (duomo), por el edificio que se conoce como la rotonda de san Lorenzo y, también, por la casa de Mantegna, un insigne pintor renacentista.

Su estación de tren está muy cerca del centro urbano, como en Vicenza, la colosal ciudad del artista Palladio. Él diseñó el Teatro Olímpico, el primer edificio de teatro cubierto con tejado de la historia moderna. Es una pasada admirar cómo el arquitecto consigue la profundidad en el escenario y engañar al espectador creyendo que está viendo escultóricas figuras de mármol cuando, en realidad, están hechas con madera y estuco.

Por Vicenza paseas sin prisas y encuentras palacios hasta debajo de las piedras. A todos ellos se les da un uso muy variado: desde cafeterías hasta hoteles, perfumerías o viviendas. Con calles muy limpias y tranquilas, hay lugares donde te puedes tomar un delicioso café expreso por solo 1 euro, como sucede en el céntrico Crema & Cioccolato, donde debes de rematar la jornada con un apetitoso helado.

Peschiera del Garda
Sirmione, el lugar favorito de recreo para la diva María Callas (allí tuvo una villa), está tomado por turistas. No me extraña, ya que la península diminuta, que se adentra como un estilete en el lago de Garda, tiene un encanto cuasi mágico. No te preocupes si te pierdes por sus calles, para llegar alguno de sus rincones más especiales, porque Sirmione es del tamaño de una caja de cerillas. Hasta allí llegamos en autobús desde Peschiera del Garda, otra bella y pequeña población en las márgenes del lago, adonde fuimos desde Verona en tren. Y, si tienes tiempo en Peschiera, pasa a comer o a cenar, o a tomarte solo un vinito, por el restaurante Marco y Daniela. No te arrepentirás, te lo prometo.

Vincenza
En Verona no puedo aconsejarte ningún restaurante o tratoria porque, en esta ocasión, comprábamos en un supermercado y cenábamos en casa, después de regresar de las visitas a pueblos próximos. Llegábamos al apartamento con el tiempo suficiente para darnos una ducha y comer ligeramente antes de ir al Arena, el objetivo de nuestro viaje. Vimos tres óperas y asistimos al simpar y emocionante homenaje a Plácido Domingo al cumplirse 50 años de su primera actuación, a los 28 años, en el majestuoso anfiteatro.

Disfrutamos mucho, pero a costa de nuestro sufrido culo. Los asientos de piedra del coliseo son potros de tortura. No exagero. A la hora de estar sentados nuestras posaderas comenzaban a quejarse a gritos. La columna vertebral cantaba 'La Traviata', las rodillas era un 'ser o no ser', como en Hamlet, y las piernas rogaban que las estirásemos aunque fuera un poquito, algo imposible en un espacio tan reducido. Desde España trajimos almohadillas pero no fueron amortiguadores suficientes para luchar contra la incomodidad de la vieja piedra. Tuvimos que echar mano de toallas y hasta de cojines y almohadones del apartamento. Todo para que nuestros pompis nos dejasen disfrutar de los espectáculos.

Estación de tren de Mantua, con unos 49.000 habitantes
Precisamente con 'La Traviata' empezamos nuestras sesiones operísticas nocturnas. Como no habíamos bicheado el programa, nos sorprendió gratamente cuando los espectadores comenzaron a aplaudir la presencia de un cantante en escena: era Plácido Domingo en el papel de Giorgio Germont. Ahí nos dimos cuenta de que Domingo era mucho Plácido. Para nosotros estuvo soberbio, aunque somos legos en la materia (bueno, mi prima es algo avezada).

El montaje de 'La Traviata' fue deslumbrante, con un primer escenario de dos plantas a modo de una fachada palaciega y abierto al público, al estilo de las historietas '13, Rue del Percebe', del gran Paco Ibáñez. Y la música...¡cómo sonó la música!... y los cantantes...¡cómo cantaron!... ¡sin micrófonos!... en un emplazamiento con una acústica increíble.

Sirmione
Al día siguiente tocó 'Carmen', que a muchos antitaurinos les pondría de uñas. La representación también estuvo bárbara y nos puso los pelos de punta, con la presencia de la española Ruth Iniesta en el papel de Michaela. Si no la conoces, esta ópera tiene un toque muy español, muy sevillano (la trama se desarrolla en la capital andaluza). En Verona no faltó un toro bravo (de mentira, claro) y tampoco un grupo de toreros, vestidos como Juan Belmonte manda, que lancearon sus capotes como si fueran 'el Juli' o el peruano Roca Rey.


A mi prima María Jesús le encantó aún más la puesta en escena de la tercera ópera, 'Aida', con tal cantidad de participantes sobre el escenario (tanto actores y cantantes como equipo técnico) que parecían un nido de hormigas desde nuestros asientos. Estuvimos sentados en la parte alta del recinto, en la más barata (entre 23 y 25 euros según la ópera), desde donde disfrutamos de lo lindo. Abajo, en la platea, el personal iba vestido de manera muy elegante, en la mayoría de los casos, como si fueran a una boda o a una fiesta de alto copete. No me extraña, porque Aida fue una fiesta de la música para nuestros ojos.

Verona. Estatua a Berto Barbarani
Días antes, Plácido Domingo había dirigido la orquesta en la representación en la que la soprano Tamara Wilson se negó a actuar para evitar el maquillaje negro: 'Es racista', dijo ella. La respuesta del divo español fue acertada: 'Si en la ópera hay un personaje japonés, debes tener vestimenta japonesa y los ojos orientales... Otelo es moro; Butterfly, japonesa. Una soprano debe maquillarse de negra para hacer Aida, mientras que un tenor negro tiene todo el derecho a permanecer como es si canta Marico'.

Y llegó el 4 de agosto, el día del homenaje del festival a Domingo, como se le conoce en Verona. En un anfiteatro lleno hasta la bandera, con una gran presencia de alemanes, el español interpretó partes de tres óperas, comenzando con 'Nabucco'. La actuación del coro fue interestelar, de otro planeta, para guardar la grabación hecha con el teléfono móvil para toda la vida. El cantante también brilló, por este orden, en 'Macbeth' y en 'I due foscari'.

Y luego llegaron unos operarios prendiendo el apellido del carismático español desde lo más alto del anfiteatro, como marcando a fuego sobre la piedra la figura de uno de los grandes del bel canto, antes de encender la mecha de unos ensordecedores fuegos artificiales. La pirotecnia puso el epílogo a una noche de ensueño en la que los aplausos al divo español, arropado por el elenco de participantes, se prolongaron más de siete minutos. Entonces nos convencimos definitivamente de que Plácido bien había valido un dolor de culo.




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