Las sombras de Venecia

Paipai elaborado para el viaje, con el puente de los Suspiros al fondo.
Fotografía de Ana Pérez-Herrera
Miré a mi derecha. Él tenía poco pelo, piel blanca, delgado, ojos claros y vestimenta casual, cazadora oscura y pantalón vaquero. Su cara me resultaba familiar. La había visto en algún sitio, pero no acertaba a saber dónde. Y empecé a recordar.

Solo 48 horas antes yo había subido a un avión de Iberia para cubrir el trayecto Madrid-Venecia. Regresaba a la Serenissima un año después. Volvía con Marcela, Ana y Nuria, amiga del muñequito de Google Maps y una estupenda guía para descubrir algunos lugares de la bella ciudad italiana. En esta ocasión, íbamos a asistir al comienzo de uno de los carnavales más famosos del mundo.

Parte del grupo. Fotografía de Pedro Fernández
A la excursión se sumaba una familia vecina: Pilar, Rafael, Carmen y Teresa. Con ellos viajabamos en el mismo avión, que sufrió un ligero retraso por la huelga de controladores aéreos en Francia. Apenas nos afectó si lo comparamos con la pareja con la que nos íbamos a reunir en Venecia. Ana y Pedro habían salido de Toledo bien temprano para un vuelo con escala en Suiza, pero la cosa se complicó tanto que llegaron a la ciudad de los canales solo un par de horas antes que nosotros.

Mi grupo aterrizó en el aeropuerto Marco Polo a las once y media de la noche. Era viernes. Máximo, un agradable conductor muy educado, nos esperaba con un cartel en el que leía mi nombre. Desde España, había contratado un traslado privado a través de ziptransfers.com por 86 euros (ida y vuelta), ya que era más económico que comprar los billetes en el autobús urbano que une el aeródromo con Venecia.  Y acertamos.

 Gondoleando. Fotografía de Pilar Sánchez
En una elegante furgoneta Mercedes Benz oscura para 8 personas, Máximo nos condujo en pocos minutos hasta Venecia, a 13 kilómetros. Nos apeamos en Piazzale Roma, el último lugar de la ciudad hasta el que se puede llegar por carretera. Desde allí a nuestro alojamiento, una corta caminata de 7 minutos, pasando por delante de la estación de ferrocarril, escenario de películas como «El turista».

Teníamos dos habitaciones cuádruples reservadas para dos días en el Agli Artisti, un modesto hotel de tres estrellas por el que los 8 viajeros pagamos 170 euros, con desayuno incluido, y al que llegamos cerca de las doce de la noche. Solo a cuatro minutos a pie, Ana y Pedro se alojaban en el hotel Amadeus, otro ejemplo de que sus cuatro estrellas no significan mucha calidad, como sucede en toda Italia.

Con el puente de Rialto al fondo.
Fotografía de Carmen Ruiz
Ya habíamos cenado en el avión. Un bocadillo de tortilla de patata hecha en casa, acompañado de un buen trozo de empanada cocinada también por Marcela, fue mi sustento para llegar al hotel con fuerzas para salir a pasear de noche por Venecia.

Pilar y Teresa se apuntaron al recorrido, con el que pudieron descubrir la Serenissima que los turistas no conocen. La Venecia vacía de peatones, la de los silencios, la de las sombras; la Venecia de las tortuosas calles en las que la silueta recortada de una persona te puede intranquilizar. Es la ciudad que muchos no han descubierto aún. Con esa plaza de san Marcos iluminada solo para ti; con ese puente de Rialto en el que te puedes hacer todos los selfis que desees sin aglomeraciones, sin darte codazos. Con esa casa de color teja donde residió Casanova 500 años después de que Marco Polo viviera justo enfrente, al otro lado de un estrecho y recoleto canal.

Desde el interior de la basílica de san Marcos.
Fotografía de Nuria Módenes y Pilar Sánchez
Tú y Venecia. Venecia y tú. Superando puentes, entrando en callejones trampantojos, porque parece que conducen a ninguna parte; paseando, en definitiva, por un escenario de película que se degrada con el paso del tiempo. Vimos apiladas en san Marcos las plataformas que unos días antes habían utilizando por la crecida del agua, que inundó la plaza y la basílica. Fotografiamos el puente de los Suspiros, en el que Nuria recalcó que se llama así por el paso de los presos después de ser condenados. 

Hay gente que me ha dicho que Venecia no está entre sus preferencias a la hora de viajar. Respetable, por supuesto, pero creo que en su imaginario está la fotografía de esa Venecia llena de turistas en sus calles principales. Aunque estoy seguro de que, si pasearan por la Serenissima una madrugada cualquiera, su opinión cambiaría. Porque la ciudad, su escenario, cambia por la noche.  

En la terraza del centro comercial junto al puente de Rialto
y con el Gran Canal de fondo. Fotografía de Rafael Ruiz
Nuria, Teresa, Pilar y yo estuvimos disfrutando hasta pasadas las dos de la madrugada, cuando ya el sueño nos venció. Regresamos al hotel con la mochila cargada de bellas imágenes, de fotografías que enmarcamos en nuestro imaginario. Porque a la mañana siguiente iban a ser testigos de la otra Venecia.

Sábado 8 de febrero de 2020, apertura del carnaval. De los 10 componentes de la excursión, 7 nos disfrazamos de época para salir a la calle. Nuria, Marcela, Ana y yo ya habíamos sentido ese chute de energía positiva que te produce pasear por Venecia ocultándote bajo una máscara y una vestimenta acorde con la historia de la ciudad.

Campanario de san Marcos. Fotografía de
Ana Pérez Herrera
Y volvimos a acertar de nuevo. Puede sonar a presuntuoso, pero hubo muchos momentos en los que pensé que caminar disfrazado por la Serenissima podría ser una excelente terapia para subir la autoestima de cualquiera que pase un mal momento. Porque es muy grato ver a través de tu máscara la cara de satisfacción de la gente que te pide respetuosamente fotografiarse contigo. 

En esta ocasión paseamos con unos paipai en las manos elaborados por Marcela. En ellos se leía un mensaje en inglés: «Venezia needs help» (Venecia necesita ayuda). Un SOS con el propósito de que se ponga coto a los apremiantes problemas con el agua, a las crecidas que minan una ciudad por la que miles de turistas caminan a diario.

Hubo gente que nos preguntó por qué y de qué forma podían ayudar a la ciudad. Yo creo que la pelota está en el tejado de las autoridades, italianas e internacionales, porque la Venecia de día, y también la de noche, está seriamente amenazada, pero la solución no puede quedar en manos de los ciudadanos.

El puente de los Suspiros. Fotografía
de N. Módenes y P. Sánchez
Como estaba previsto, y siguiendo la recomendación de la sonriente Nuria, subimos a la terraza del centro comercial que pasa desapercibido junto al puente de Rialto. Quince minutos con Venecia a tus pies en un espléndido día soleado no tiene precio, y eso que el acceso es gratuito, previa reserva.

Allí coincidimos con Inma y Reyes, vecinas de Almazora, el municipio castellonense donde viven nuestros amigos Trini y Miguel. Ella no las conocía, pero su marido, sí. «Dice Miguel que digas a Chulvi (Reyes) que él era el segundo trombón de la banda», me escribió en un wasap.

Los diez del grupo fuimos a comer a un restaurante fantástico, ya conocido por nosotros. En Al Gazzettino no te quedarás con hambre, te lo aseguro. Por 35 euros cada uno salimos la mar de contentos, con una botella de vino tinto y unas pastas de regalo para todos en el zurrón.

En unos jardines privados junto a la plaza de san Marcos.
Fotografía de Carmen Ruiz
Además de pasear disfrazados, otro de nuestros objetivos en esta aventura era asistir al espectáculo nocturno de luz y sonido con el que se anuncia el inicio del carnaval. Pero antes pasamos por el hotel para cambiarnos de ropa y abrigarnos bien porque la actuación iba a ser en un largo canal de Cannaregio, uno de los seis barrios de Venecia.

Poco tuvimos que caminar para llegar a él, puesto que nuestro hotel está muy cerca. Para lo que no tuvimos buena suerte fue para coger un sitio òptimo desde el que disfrutar el primer pase del espectáculo, por lo que tuvimos que esperar a la segunda y última función, que vimos en primerísima fila. Muy bello fue el final, con una bailarina colgada de un conjunto de globos y con la superluna de febrero como testigo de excepción. De postal, como la fotografía que hizo Pilar con su fantástico teléfono de última generación.

Fotografía de Ana Pérez Herrera
Para la cena, seguimos la sugerencia de Pedro y Ana. En Ae Oche, una enorme pizzería junto a su hotel, nos recibió un empleado con un maquillaje de un ser gris claro de otra galaxia que daba miedo. Al entrar y al salir me fijé es sus orejas puntiagudas con pelo y en sus dientes afilados. Era terroríficamente feo, pero no quiero dar más pistas para evitar copias.

Algunos regresaron al hotel a descansar y otros nos acercamos al casino, como Pilar, Marcela, Nuria, Ana, Pedro y un servidor. A mis 49 años, iba a ser mi primera vez en un lugar así. Para no faltar a la verdad, el pasado año estuve en el vestíbulo, pero ahí me quedé. En esta ocasión, me animé y pagué los 10 euros que te exigen como gasto mínimo para entrar. Quería observar cómo se comportan personas que se dejan grandes cantidades de dinero en lugares como el casino de Venecia, además de escudriñar por dentro su curioso edificio.

El Gran Canal. Fotografía
de Carmen Ruiz
No me decepcionó la experiencia. En la zona de las ruletas, vi cómo un hombre joven, pelirrojo y con barba, gastaba 400 euros en un suspiro. La misma cantidad de dinero que cambiaba otro en fichas, la mitad perdidas en un abrir y cerrar de ojos mientras daba un sorbo a un vaso con un refresco de cola. Era un señor ya sesentero, con una prominente barriga, que dejaba entrever un buen fajo de billetes en el bolsillo de su blanca camisa. O el jugador con bigote y un jersey azul que atendía a dos ruletas a la vez, separadas por unos tres metros.

Todo sucedía en un ambiente sin exaltaciones, con un silencio roto por el ruido de las ruletas y las indicaciones, casi susurradas, de los crupieres (empleados que dirigen las partidas y pagan a los ganadores). En la hora que estuve observando, poco dinero vi que llegaran a los bolsillos de los jugadores. La banca siempre ganaba.

Con el campanario de san Marcos al fondo.
Fotografía de Ana Pérez Herrera
También había un pequeño grupo de mujeres; creo recordar que eran cuatro. Jugaban al blackjack. Por sus sonrisas, o iban ganando o las pérdidas no eran importantes. Supongo que no sería la primera vez que estaban en una mesa así. No como mis acompañantes y yo, que estábamos más perdidos que un pulpo en un garaje. Gracias a las indicaciones de Pedro, logramos tardar algunos minutos más en dejarnos los 60 euros en las tragaperras. Nosotros, por lo menos, hicimos aspavientos, nos lamentamos, se nos quedó cara de póquer; todo lo contrario a los hombres y mujeres que se sentaban delante de las máquinas, mirando fijamente la pantalla, sin torcer el gesto.

Volví al hotel con un doble sentimiento: tristeza, por un lado, y dando por buenos los diez euros que gasté. Fue la comisión que tuve que pagar por ver el comportamiento inexpresivo de algunas personas cuando gastan dinero que, quizá, necesitarían para comer, para pagar la luz, el alquiler o la ropa de sus hijos; en definitiva, para llegar a fin de mes.

Espectáculo nocturno, con la superluna.
Fotografía de Pilar Sánchez
El domingo salimos con la firme decisión de ver otro de los objetivos que nos trajeron a Venecia esta vez: contemplar el desfile de embarcaciones adornadas, con una fenomenal rata a la cabeza, por el Gran Canal. Guiados por Nuria, lo vimos desde un punto privilegiado en un embarcadero muy cercano al puente de Rialto. Un lugar privilegiado para disfrutar de la parada, aunque echamos en falta un poquito de más alegría, más música, porque nos pareció una comitiva fría para anunciar uno de los carnavales más famosos del planeta.

Luego nos dirigimos de nuevo a la maravillosa basílica de san Marcos, en la que el día antes nos prohibieron la entrada por no llevar la indumentaria apropiada. En el segundo intento, ya bien vestidos, conseguimos acceder y poder admirar los techos dorados y policromados del templo. Me recuerdan a los de la mezquita de santa Sofía, en Estambul, una ciudad bellísima de la que guardo maravillosos recuerdos.

Fotografía de Carmen Ruiz
Pasamos también por la librería Acqua Alta, muy concurrida un domingo al mediodía. Tiene una góndola a lo largo de su pasillo central, sobre la que se apilan cientos de libros. El local está descuidado, pero resulta atractivo su aire bohemio. Además, te puedes fotografiar sentado en otra góndola que tienen amarrada en la parte trasera del establecimiento.

Con el tiempo muy ajustado, comimos en la trattoria Alle Lance, en la calle Priuli ai Cavalletti, junto a nuestro hotel. Por 14 euros almorzamos de lujo. Todavía estoy saboreando mi lasaña, recién hecha. La pena fue que teníamos que llegar al transporte privado que nos llevaría al aeropuerto a las cuatro de la tarde, por lo que hubo que correr.

Andrea, al que regalamos la botella de vino obsequio de Al Gazzettino, nos dejó con tiempo suficiente en el aeródromo para comprar regalos antes de embarcar. Ya en el avión, vi a un líder de la Asociación de Jóvenes Agricultores (Asaja) de Castilla-La Mancha, aunque ya entrado en año.

Fotografía de Pilar Sánchez
Sin embargo, se sentó a mi derecha un hombre con poco pelo, piel blanca, delgado, ojos claros y vestimenta casual, cazadora oscura y pantalón vaquero. Su cara me resultaba familiar. Creo que la había visto en algún sitio, pero no acertaba a saber dónde. Tomó un refresco de limón y jengibre. Comenzó a leer mensajes de Whatsapp.

Yo me quedé dormido y empecé a soñar, a fabular. Al despertarme recordé dónde podía haber visto esa cara. En un juicio en la Audiencia de Toledo, en un turbio asunto. Pero, en realidad, todo era producto de mi subconsciente. Ya lo decía el mago Anthony Blake: «Todo es producto de tu imaginación».























Comentarios

  1. Mejor imposible. un placer de estar con todos vosotros gracias👍

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  2. Venecia es lo que tiene: afianza la amistad. Saludos, desconocido

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