Tenerife, la isla infinita (y paranormal)

Punta de Teno
No es fácil comenzar estas líneas después de haber vivido unas experiencias tan gratas en Tenerife para cerrar este verano anómalo, el de la Covid-19.

No era la primera vez que visitaba la isla más extensa del archipiélago canario y la más poblada de España. Cuando muchas parejas de novios iban a destinos exóticos a finales del pasado siglo, mi luna de miel fue más cerca de la península ibérica: Tenerife y Lanzarote. Desde entonces, Canarias ha sido un destino fijo en mis viajes de ocio.

En esta última ocasión, he tenido como cicerona a una isleña, Cristina, sobrecargo en una compañía aérea. A ella, a su marido y a su hijo los conocimos hace un año en Santillana del Mar, la bella ciudad cántabra. Ahora, en su tierra, hemos seguido algunos de sus consejos y hemos descubierto con ellos el Parque Rural de Anaga, al norte de la isla.

Zona de baño en Santa Cruz de Tenerife junto al Palmetum
El serpenteante recorrido en coche, entre árboles enormes, helechos y líquenes, estuvo salpicado de estampas bellísimas en Benijo, un pequeño caserío del macizo de Anaga, desde donde pude admirar una cautivadora panorámica del perfil de la isla hermana Gran Canaria. O, unos kilómetros más allá, la imagen de La Laguna a mis pies, como si fuera un cuadro pintado por un artista local.

Cristina nos anotó para la próxima una visita al bosque encantado, para la que se necesita reserva. «Es un sendero prehistórico que ustedes deben conocer», insistió.

Mesa del Mar
Escuchar ese «ustedes» tan dulce de la boca de una canaria te reconcilia con ese mundo en el que proliferan malhablados e insolentes. Ese «ustedes» te deja grogui, hipnotizado, solo con tiempo para asentir y responder: «Lo que usted diga».

El viaje de once días a Tenerife (avión de Iberia Express, 90 euros el billete de ida y vuelta) comenzó de madrugada. Había que aprovechar el tiempo al máximo desde primerísima hora. Estacionamos el coche en el aparcamiento de la terminal 4 del aeropuerto de Madrid (62 euros, 12 días, aprovechando la oferta de Aena para el verano).

Liceo de Taoro
El hotel Hilton, la otra alternativa que uso a través de la web de Park Vía, continuaba cerrado debido al coronavirus. Me duele por los trabajadores, aunque me había ido de casa con la satisfacción en mi cuerpo de haber escuchado a mi vecino José, director de un hotel en Toledo, que julio había sido mejor que el año pasado; y que agosto llevaba el mismo camino.

En menos de tres horas de vuelo aterrizamos en Tenerife, en Los Rodeos, tristemente conocido por un gravísimo accidente entre dos aviones, el 27 de marzo de 1977, que costó la vida 583 personas. El trágico episodio me vino a la memoria porque una joven realizó una gran parte del viaje con los nervios a flor de piel, ya que era la primera vez que subía a un avión. Pero callé.

Molino de Gofio en La Orotava
Parte de la isla la recorrimos en un coche alquilado en mi compañía de referencia en Canarias, Autoreisen (116 euros, 12 días, seguro a todo riesgo y con segundo conductor). El vehículo, un Citroën C3, nos sirvió el primer día para llegar a nuestro apartamento, a tan solo cinco minutos en coche.

Nos alojamos seis noches en un extraordinario piso en La Laguna por el que pagamos 320 euros. El precio incluyó la plaza de garaje, con lo que no se puede pedir más en una ciudad que es patrimonio de la humanidad por la distribución de su casco viejo en cuadrícula.

Mi compañero Juanan, en La Laguna

Solo horas después de aterrizar, una entrevista en Radio Majuelos con Francisco Javier González Tovar y Héctor Milena Omar. Contamos la historia de Paquito durante el confinamiento, que no se hizo tan largo gracias a este oso de animosa expresión.

La bella población de La Laguna la conocimos mejor con Mercedes, guía oficial de turismo y amiga de Cristina, la sobrecargo en una compañía aérea. Con ella conocimos la historia de Pedro González, un noble tinerfeño en la corte de Enrique II de Francia, conocido por padecer hipertricosis (exceso de vello). Por esta enfermedad pasó a la Historia como el «Salvaje gentilhombre de Tenerife» o el «hombre lobo de Canarias», lo que me hizo recordar a Miguel Blanco Romasanta. Este gallego fue un criminal, detenido en la provincia de Toledo, que no fue ejecutado, a mediados del siglo XIX, porque fue considerado el primer caso de licantropía clínica.

Paulino, conocido por Ino, un capitán de atunero jubilado
Con Mercedes y con Cristina comimos en la hermosa casa-museo de Cayetano Gómez, junto a la iglesia de La Concepción. El mismo lugar en el que un día antes había tomado café con mi compañero Juan Antonio, que subió desde Adeje para conocer el norte junto con unos amigos de su pueblo. Juan Antonio me contó que, en la zona del sur donde se encontraba, las medidas de seguridad contra la Covid iba por barrios en mitad de la noche, con locales abiertos hasta altas horas y con las mascarillas brillando por su ausencia en algunos establecimientos.

En la casa-museo degustamos un magnífico, suculento y económico almuerzo con Mercedes, Cristina y su hijo. Ellas hablaron de un tema que me fascina desde niño: los fenómenos paranormales. Seres alados en el barranco de Badajoz, donde es peligroso hacer conjuros, o las ventanas de Güímar al más allá.

·En el parque rural de Anaga
Cristina me sorprendió también cuando contó una anécdota inesperada: el profesor Jiménez del Oso, un psiquiatra y periodista que se especializó en asuntos de misterio y parasicología, había visitado la casa de sus padres por unos extraños fenómenos que ocurrieron en su interior. No sé si sabrás quién fue Jiménez del Oso. Lo seguí desde pequeño por la televisión. Era un tipo que enganchaba por su forma de contar las cosas, siempre pausado y reflexivo. Siempre me cautivó.

La Orotava, iglesia de la Concepción
También me dejó a cuadros Mercedes cuando contó la dramática circunstancia que se da en su árbol genealógico: Giovangualberto Giraldín, un mercader florentino que hizo fortuna en Canarias, y la persona que lo mató de una lanzada son ascendientes de ella.

Sacó a relucir, igualmente, la relación familiar de La Gioconda (sí, la de Leonardo da Vinci) y Antón Alberto, el primer alcalde de Candelaria, el acogedor pueblo tinerfeño a orillas del mar que es la sede de la patrona de Canarias, la Virgen de Candelaria. Fue suficiente caramelo para que aceptáramos visitar por la tarde la población donde se unieron las culturas guanches (indígenas) y castellana. Por supuesto, acompañados de Cristina.

San Cristóbal de La Laguna
Durante el recorrido por Candelaria, Mercedes y Cristina nos hablaron de Antonia Tejera Reyes, conocida como «la Iluminada» por sus presuntos poderes paranormales. Tanta fama alcanzó antes de morir en Santa Cruz de Tenerife el 15 de agosto de 1983 que Antonia tiene una calle dedicada en su pueblo, donde las figuras hercúleas de guanches dominan la plaza principal de Candelaria.

Con Cristina, su marido y su hijo, un chaval que apunta maneras como investigador científico a pesar de su corta edad, paseamos por Santa Cruz de Tenerife y Puerto de la Cruz. En esta última población, sentados en una terraza por la tarde, un camarero dijo una frase que dejó meridiamente claro cómo la pandemia está afectando al turismo: «Esto es peor que la temporada baja». Escuché la expresión horas después de que estuviéramos comiendo el nutritivo y abundante «brunch» del mesón El Monasterio, en Los Realejos; un lugar muy frecuentado a la hora del almuerzo.

San Cristóbal de La Laguna

Desde nuestro cuartel general en San Cristóbal nos acercamos también a La Orotava, cuyo bellísimo casco histórico está declarado Conjunto Histórico Artístico Nacional. Paseando por sus empinadas calles llegamos al molino La Máquina, donde Mónica vende el gofio, muy parecido a la harina blanca. Es el resultado de moler cereales tostados, principalmente trigo o millo, que no falta en la comida de los canarios. Hugo, el hijo de nuestra estimada Cristina, lo echa en la leche como el que utiliza el Cola Cao o el Nesquik. Así está él, fuerte como un roble.

También pasito a pasito llegamos a las puertas del Liceo de Taoro, un club de socios con unas cuidadas instalaciones, tanto exteriores como interiores, que el transeúnte puede visitar. Eatin, conserje y socorrista, tuvo el detalle de encender las luces de uno de los espléndidos salones para que lo pudiéramos admirar. Él fue quien nos relató la historia de los jardines del Marquesado de la Quinta Roja, también llamado Jardines Victoria, y del panteón sin uso. Si pasas por allí, pide a Eatin que te la cuente.

Barraquito (café canario) en la Casa-Museo de Cayetano Gómez

Te recomiendo asismismo que tomes una consumición en la terraza de la cafetería. Precios muy económicos y con unas vistas que me maravillaron. Tanto me entusiasmó que pregunté por el precio del «bruch», muy típico en Tenerife a la hora del almuerzo: 19,90 euros, de 10:30 a 12:00. Me quedé con ganas de probarlo, sobre todo después de que Adasat y Haridián, nombres guanches de las dos simpáticas camareras, me mostraran una fotografía de las viandas. Pero no había hambre y sí teníamos ganas de seguir quemando rueda.

Continuamos la ruta por Garachico y sus piscinas naturales. Aquí comimos en Casa Juan varios platos locales, económicos y suculentos. A Mari, Juan Antonio y a Juan, el jefe, les dije que eran inmerecidas algunas opiniones negativas de comensales que había leído en internet. Las redes sociales, que dan y quitan, muchas veces injustamente.

Casa de los Balcones, en La Orotava

Mientras hacíamos la digestión nos fuimos en dirección a la Punta Teno, adonde puedes llegar en coche por un trazado sinuoso, pero a unas deteminadas horas. Como no teníamos otra opción, montamos en la guagua que, por un euro, nos dejó en el impactante y ventoso lugar, comprendiendo inmediatamente por qué has visto antes un campo blanco de aerogeneradores.

Visitamos un lugar que no estaba previsto: Mesa del Mar. Iba sin un rumbo fijo por la carretera y me metí por una calle con una fortísima pendiente cuando vi el desvío. Descendimos hasta llegar al mar. Allí observamos que la gente pasaba caminando por un túnel. Seguimos a Vicente. Y al llegar al otro lado, el paraíso. Conocí a Paulino, Ino para los amigos; un capitán de atunero jubilado que se dedica ahora, después de superar un cáncer, a pescar viejas en ese lugar tan idílico. «En el barco vi mucha mar y mucho cielo», se sinceró Ino, que me invitó a un huevo duro y a un chato de vino. Al lado, José Antonio, conocido por su apellido, Pierro, que trabajó durante años en el teleférico del Teide.

Jardines del Marquesado de la Quinta Roja

A la vuelta pasamos por la casa de Héctor Milema Omar, quien publicará próximamente un libro de poemas titulado Palabras en el tiempo. Allí estuvimos charlando con este chaval carismático y conociendo su casa, perfectamente adaptada para la minusvalía que sufre.

Después de seis días recorriendo el frondoso norte de la isla, bajamos a Costa Adeje, al sur, por la autovía. A medida que te alejabas de La Laguna el verde iba desapareciendo, dejando paso a un paisaje seco y agreste, espolvoreado con imagénes increíbles del mar azotando la tierra.

Playa de Las Teresitas, en Santa Cruz de Tenerife

El alojamiento elegido fue el hotel Bahía Príncipe Costa Adeje, un jardín botánico donde íbamos a pasar cinco magníficas noches (tres personas, 675 euros) en régimen de todo incluido. Sus exigentes medidas contra la Covid-19 se aplicaban nada más entrar en el hotel, en cuyo colorista vestíbulo (mirar al techo) las maletas pasaban por una zona de desinfección.

El coche apenas lo moví. Me dediqué a caminar por los alrededores. Así, junto al hotel, en una explanada donde aterrizan parapentes con clientes que quieren conocer la aventura, conocí a Amando,de Happyfly. De su afición hizo su profesión hace 15 años. Dejó atrás su trabajo de mecánico y ahora cumple la ilusión de muchas personas. Ellas, por 90 euros el viaje, se lanzan con un piloto desde unas montañas cercanas para vivir el vertiginoso descenso de 6 kilómetros sintiendo el viento en la cara. Caen en la misma zona donde en diciembre llegan a participar un centenar de parapentes, apenas de unos cientos de metros de un poblado chabolista.

Bahía Príncipe Costa Adeje, anocheciendo
En uno de esos chamizos, algunos levantados aprovechando viejas construciones y destartalados vehículos, conocí a Hilario y a su mujer. Me contaron que sí tienen una vivienda propia en Granadilla, a 30 minutos en coche del poblado. «Pero preferimos bajar hasta aquí, a la brisa del mar», aseguraba Hilario mientras pelaba unos higos de chumbera.

Caminando entre los chabolos vi buenos coches aparcados, antenas de televisión, un santuario a una Virgen -como te lo cuento- y me fijé en que algunos de ellos tenían agua corriente. El enganche era ilegal, según me confirmó, unos días más tarde, un empleado de la empresa concesionaria del servicio de aguas que encontré en la zona arreglando unas averías.

Cala Bahía Príncipe, junto al hotel
Me llamó la atención un cartel en el que se leía: «Por favor, tu mierda, al contenedor». Hice una fotografía y la colgué en mi estado de WhatsApp junto con otras de esta zona chabolista. «En la mayoría de los paraísos turísticos del mundo siempre está la otra cara de la belleza terrenal, la pobreza», escribió. «Error», le contesté inmediatamente. «Ya lo contaré en mi blog», añadí.

Siguiendo los consejos de Jesús, uno de los vigilantes en la entrada del hotel, pude llegar a pie hasta la playa de Diego Hernández, de arena. Quería comprobar personalmente si era verdad que es una de las mejores playas de Tenerife y de las más salvajes, o los internautas exageraban.

Antes, sin perder de vista los chamizos, pasé por El Puertito y su playa. Hay una ermita con una chabola y una vieja caravana adosadas a ambos lados; cuatro casas, algunas aprovechando las oquedades de las rocas, y un bar. Este año también tienen socorristas, Camila y Samuel, quizá por los últimos ahogamientos que ha habido.

Poblado chabolista junto al hotel Bahía Príncipe Costa Adeje
Pregunté a Camila cómo podía llegar a la playa de Diego Hernández sin perderme. Me indicó con una sonrisa. Pero, zizagueando por una cuesta, pasé por una zona donde estaba prohibido acampar -con aviso expreso a la policía si se incumplía-; por un lugar extraordinario para bañarse en el mar con una escalera a la mano; y luego a un inhóspito lugar con varias alternativas. Me dirigí a un inglés que estaba pescando. Nada. Subí por un sendero. Tampoco. Bajé y probé por otro. Error de nuevo. A la cuarta acerté. Tiré hacia arriba y me guié por unas viejas construcciones con la conducción de agua hecha. En mitad de la nada. Curioso.

Entrada al Puertito. Una vieja caravana junto a la iglesia
Al llegar pude comprobar, desde un acantilado,  que lo que había leído sobre ese arenal. Era cierto. El entorno, bellísimo. Mientras disfrutaba de las vistas, una pareja de nudistas (iba advertido por Jesús) hacía acrobacias sobre una toalla. Por ello fotografié la zona con diligencia, para evitar que pensaran que podía ser un mirón, y me marché por donde había venido.

Luego Camila, la socorrista, me aclaró que fue una zona de jipis hasta hacía unos días, cuando fueron desalojados. Y se le había olvidado decirme que en esa playa, sin vigilancia, hay corrientes muy traicioneras para los bañistas confiados. «Los hipis que vivían allí sacaron a algunos», sentenció Camila.

Puerto de la Cruz
No sé si lograré que te hagas una idea, pero lo intentaré. El hotel donde nos alojamos parece un pueblo, con edificios pintados de colores, donde no faltan su parafarmacia y su zona comercial. En una de las tiendas conocimos a Julia y Sofía, de Flash Top Model, que organizaron un desfile en la zona de las piscinas para mostrar sus productos.

Por la noche, después de cenar, la zona de cócteles era un buen lugar para entablar conversaciones con otros clientes, a distancia claro, y también con camareros, como José, un madrileño con muchas tablas, que servía las coloristas combinaciones que preparaba su compañero Johnny. La amabilidad de los dos trabajadores es la seña de identidad del personal de este hotel, capitaneado por Javier Maeso. Lo saludé en uno de los bares gracias a Manu, un amigo que ha estado varias veces en este hotel porque trabaja en una empresa de aires acondicionados.

Puerto de la Cruz
Entre los clientes, franceses y alemanes, lo que me alegraba una barbaridad. Muchos países comunicaban a sus compatriotas que no viajaran a lugares de España como las islas canarias, debido a la Covid-19, cuando la realidad que yo veía a mi alrededor era bien distinta: medidas de seguridad para evitar contagios. Pero también el panorama en la calle era otra: muchos negocios cerrados y conté varios hoteles de cuatro y cinco estrellas cerrados en pleno agosto. Muy triste.

En esas que Ana, la mujer de Paco Torres, me comunicó que su funeral se iba a celebar el 3 de septiembre en Los Navalmorales, el pueblo de este apasionado actor, a quien la Covid-19 se lo llevó por delante en marzo. No le dije nada a ella de que acababa de enviar un artículo sobre su marido y la película «Los santos inocentes» que se publicará próximamente en un libro, y donde cuento la relación de Paquito y mi Paco Torres querido.

Panorámica desde el bus camino de Punta de Teno
Tuvimos que dejar para otra ocasión la visita a Siam Park, el mejor parque acuático del mundo según sus seguidores, como mi colega David Revenga. «Flipante, merece la pena», me escribió. Pero el parque estaba cerrado temporalmente también por la Covid. David es un tipo que está encantado con Tenerife y te puede hacer una ruta por el sur de la isla que ni te imaginas.

Otro que también parece oriundo de la zona es Julio, quien me recomendó acercarme a Icod de los Vinos, donde está el famoso drago milenario, para saludar a Áureo, el cura, que es de la localidad toledana de Camarena. Y me habló de otro lugar bellísimo, una casa-museo, pero luego me quitó la idea de visitarlo por unos malos rollos familiares. Una pena.

No pude cumplir con la promesa de haber ido a un guachinche, donde se degusta comida casera y se bebe vino de cosecha propia a un precio económico. «Se come como en casa, pero los platos los friegan ellos», bromeó Julio.

Después de disfrutar del hotel cinco días, tocó marcharnos. Y el colofón al viaje y a las vacaciones veraniegas de este 2020 fue una agradable anécdota: el comandante del vuelo a Madrid era Óscar, el marido de mi prima Arancha. No pasamos a la cabina durante el vuelo por las medidas tomadas debido a la pandemia, pero luego pudimos saludarlo tras el aterrizaje.

Héctor Milena con Paquito en brazos
Las coincidencias de la vida: salí de Madrid con una persona nerviosa porque viajaba en avión por primera vez, y regresé junto a una mujer que rezó durante el despegue desde el aeropuerto de Los Rodeos. Lo pensé: «Tranquila, señora, vamos en buenas manos». Y llegamos a la capital de España sin contratiempos y dando la enhorabuena al comandante personalmente.

Así remataba Paquito su campaña de turismo nacional este verano tan distinto, con la que ha recorrido más de 7.000 kilómetros en treinta días. Una sensacional alternativa a su viaje a Nueva York, cancelado por la pandemia. 



 




 




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