Una cornisa que enamora, a pesar del Covid-19
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Acantilado El Bolao |
Dice el lema que Cantabria es infinita. A mí sí me lo parece. Y no trato de dar la razón a su presidente, Miguel Ángel Revilla, para que me obsequie con sobaos, quesadas y anchoas. No regalo los oídos, ya sabes.
Pasear por sus caminos, conducir por sus carreteras principales y secundarias; visitar sus pueblos; comer en algunos restaurantes que ya forman parte de mis lugares irrenunciables; admirar sus paisajes,... Cantabria es mucho. Y esta vez lo hice acompañado de Paquito, ese oso amoroso, encarnación en peluche de mi añorado Paco Torres, que está inmerso en un fatigoso recorrido para exaltar el turismo nacional en tiempos de pandemia.
Volví a esta tierra verde, un verde de matices, para disfrutar de unos días de descanso. Pero, antes de llegar, me detuve una noche en Lerma. Es una parada ya habitual cada vez que subo a Cantabria. En la coqueta ciudad burgalesa me alojé en un modesto hotel de dos estrellas, Villa de Lerma, por 26 euros. Una habitación triple por la que tuvimos que pagar luego la cama supletoria (25 euros).
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Restaurante Galoria |
Comí y cené de lujo en el restaurante Galoria, donde conocí a Beatriz, una simpática y resuelta historiadora que se gana la vida como camarera en este establecimiento. Se trata de un local hermosamente decorado y cuyo menú para comidas debes probar en tu próxima visita a Lerma, este bello enclave con parador de turismo y situado en un altozano que domina la vega del río Arlanza.
Pasé por Covarrubias, el atractivo pueblo de mi estimada colega Eva Castro, ya jubilada, a quien la profesión recuerda por sus preguntas sagaces. También hice una parada en Santo Domingo de Silos, con lo que completé el llamado triángulo del Arlanza, el nombre del río que baña estas tres destacadas poblaciones.
No obstante, antes de abandonar Lerma, tuve que resolver el problemilla de la habitación en el hotel. Como siempre, la empresa con la que reservo habitualmente, centraldereservas.com, me solucionó el contratiempo: me abonó los 25 euros que cobraron en el alojamiento por la cama supletoria. Toda una deferencia.
Sí, ya te habrás dado cuenta de que no he viajado solo. Mi mujer y mi hija me han acompañado en esta nueva incursión en tierras cántabras. Una visita a Verónica, una futura filósofa amiga de mi hija, ha sido nuevamente la excusa.
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Ermita de San Sebastián, en los alrededores de Santillana del Mar |
No es la única cara conocida con la que nos reencontramos. Dormimos en la posada Herrán (564 euros, siete noches, tres personas y con desayuno), un magnífico lugar donde descansar con los cuidados de Lidia, su dueña. Comimos en otra posada, Camino de Altamira, donde Tello y su familia te cuidan para que salgas rodando y hablando maravillas. También hicimos una parada en el asador La Gloria, capitaneado por Ana, que cocinó un risotto de ensueño. Pero no solo eso: esas hamburguesas con queso de cabrales, esa ensalada con frutos secos y quesos rebozados; esa tarta de zanahorias para pecar una y otra vez...
Comer, comer y comer. En el norte de España se come de lujo, por si no lo sabes. Es verdad que debes mirar y preguntar, tanto a los parroquianos como a los excursionistas que van y vienen de aquellas tierras, para acertar de pleno.
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El hombre pez hecho escultura, en Liérganes |
Venga, va, ya paro; no hablo más del buen yantar.
Pero me cuesta imaginar, a bote pronto, cómo se alimentarían los primeros hombres y mujeres que poblaron Santillana del Mar y sus alrededores. Como me gusta imaginar, aproveché para perderme por los caminos cercanos a la casa de Lidia. Luego, a unos cientos de metros, mi imaginación se recreó en la reproducción a escala de la cueva de Altamira y recordé, también, la película protagonizada por Antonio Banderas sobre el descubrimiento de esta 'capilla sixtina' del arte paleolítico.
Dediqué tiempo para pasearme por las playas de Tagle, de Santa Justa y las dos de Suances (la espectacular de Los Locos y la de la Concha). Intenté también pisar la del parque natural de Oyambre, y otras como las de Comillas y San Vicente de la Barquera, pero fue imposible. A pesar del maldito Covid-19, los arenales estaban petados.
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Palacio de la Magdalena, Santander |
Preparando el espacio de radio del que disfruto en Radio Castilla-La Mancha todos los jueves supe, después de muchísimos años, lo que sucedió en aquel edificio en ruinas, ahora desaparecido, cuyo pasadizo atravesé por primera vez para llegar a la playa de Santa Justa.
Entonces, hace cuatro lustros, me hablaron de un crimen, pero los lugareños a los que pregunté no supieron darme datos concretos. Ahora, buscando en internet información sobre homicidos en la zona, me sobresaltó el crimen de Ubiarco. Ocurrió el 25 de marzo de 1953. Josefa Velasco, la criada de la casa, asesinó y descuartizó a Adolfo García, su amo, y lanzó sus miembros al mar desde un acantilado. Sucedió en aquella casa de la playa de Santa Justa que ya solo puede verse en fotografías.
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Santillana del Mar |
Hablando de precipicios, conocí en este viaje el acantilado El Bolao, entre Toñanes y Cóbreces (te recomiendo la entrada en coche por este pueblo). Y la sugerencia de Manu, el marido de nuestra casera, fue un acierto. Un despeñadero de película, que precisamente puedes verlo en el filme 'Altamira'. Un consejo: baja hasta el mar para poder apreciar la cascada que forma el arroyo de La Presa, dentrás de un molino en ruinas, al difuminarse camino del Cantábrico.
Esta vez no desaproveché la oportunidad de volver a Liérganes, un pueblo muy florido, conocido por sus balnearios y donde supe de la historia del hombre pez (búscala en internet). Y volví a Barcena Mayor, un pequeño municipio mucho más atractivo que Potes en mi modesta opinión; y dibujé con el coche las curvas de la empinada carretera que te lleva a Los Tojos. Allí descubrí otro regalo para la gastronomía, el mesón La Bolera, gracias a la recomendación de mi casera, Lidia.
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Playa del Sardinero, Santander |
Ya que te hablo de Potes, te digo que no es la primera vez que lo pisaba. Y recordé la situación tan angustiosa que vivimos años atrás con mi hija cuando, con apenas tres primaveras, logró abrir una puerta del coche en pleno desfiladero de La Hermida, desafiante y cautivador. Las pasamos canutas.
Unos kilómetros más allá, llegué a Fuente De para recrearme, de nuevo, con la imagen de los Picos de Europa sobre mi cabeza, con el parador de turismo a mis pies. ¡Qué recuerdos de Suiza y los Alpes, subiendo y bajando picos con mi equipo de montaña de Torrijos!
Empachado de tanta belleza cántabra, comí en Potes, en el restaurante La Plaza. Un buen menú a un precio ajustado. Y, de regalo, una botella de licor de la destilería Sierra del Oso cortesía del propietario del establecimiento, que tiene una terraza muy curreta.
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Lago de Cabárceno |
Sin embargo, me rindo a los encantos de la posada Camino de Altamira. Y no paro de sacar de mi billetera marrón los recibos de los pagos con tarjeta de las comidas que nos cocinaron Tello y su equipo. Esas anchoas con sus pimientos y tomates de la huerta; esas ensaladas más altas que el Everest; esas raciones de productos ibéricos que sobresalen de la fuente; esos cachopos, esas sartenes surtidas de patatas y huevos; esos postres...
Venga, va, ya paro; no hablo más del buen yantar. Aunque me fastidia.
La pena fue no tener más días para repetir en el asador La Gloria, donde pude saludar a Ramiro, pero no a Alberto Manuel. Una pena. Pero sí cruce varias frases a un camarero, José, que conoce muy bien su trabajo y sabe empatizar a la primera con los clientes.
Como te digo, no todo fue comer. También me pateé el hipnotizante paseo marítimo de Santander. Pero me pudo la curiosidad y entré en el Gran Hotel Sardinero, con la playa a un tiro de piedra. Un café y luego un vino en su espléndida terraza, a un precio inimaginable, se lo había ganado a fuego el guerrero (mi menda). Y me convenció el completísimo menú, por 25,50 euros, que se anunciaba en el extraordinario vestíbulo para comer y para cenar. Pero no lo probé. Volví a decantarme por el restaurante Alamar, a pocos metros del hotel; un lugar que deberás visitar cuando pises Santander (perdón, vuelvo a la gastronomía): esa cazuela de albóndigas de merluza y con almejas; esas croquetas caseras, ese arroz con langostinos y cigalas; esos postres...
Venga, va, ya paro; no hablo más del buen yantar. Lo prometo. Pero a Dios pongo por testigo de que volveré a Santander para comer en el GH Sardinero.
Gente, mucha gente, haciendo cola para entrar en las atestadas playas de esta ciudad elegante, principalmente las dos del Sardinero. Resulta preocupante cuando la Covid-19 acecha. Una tónica que se repitió en varios arenales cántabros, bañados por aguas algo frías que te ayudan a estirar la piel. Testado.
También comprobé las reprochables colas de vehículos para entrar en Cabárceno, un parque de animales que he vuelto a recorrer por enésima vez. Nunca me había sucedido lo que ocurrió en esta última ocasión: una hora y tres cuartos de desesperante espera para acceder, y eso que llevábamos las entradas ya compradas por internet (a 28,80 cada). De nada sirvió. Me tragué la fila irremediablemente. Lo que no sé es si Revilla, Miguel Ángel, conoce este desaguisado, que se repite periódicamente, según mi casera, Lidia. Por lo menos nos llevamos un moreno que se tatuó en nuestras pieles durante varios días. Y al parque le he enviado una queja, por supuesto.
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Paquito, cumplimentando a Puppy |
Siete noches en Santillana del Mar, que también volví a disfrutarla con la luz tenue de las farolas, dieron paso a otras tres en Vizcaya. Tras un breve alto en el camino en Castro Urdiales, en el límite con Cantabria, nos alojamos en el hotel NH La Avanzada (285 euros, con desayuno, tres personas). Levantado en Leioa, a un puñado de kilómetros de Getxo, regresamos a esta bellisima ciudad bañada por el Cantábrico para visitar Bilbao y también para..., adivínalo.
Comimos en la terraza del hotel Igeretxe, un magnífico establecimiento que descubrí el pasado año gracias a mi prima Chus. Como en aquella ocasión, esta vez también degustamos un fabuloso y elaborado menú por 20 euros, con el mar y la playa delante de nosotros.
A pocos pasos, un chiringuito de playa, Kapalua, que descubrimos por la lluvia. Había que resguardarse una noche y aterrizamos en este lugar de madera, cuya carta, corta pero sabrosa, conocimos al dedillo en dos días.
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Aquí Carolina, una artista |
Algo más variada es la tabla de sugerencias gastronómicas en el bar Arantzale, donde su personal te hace sentir como en tu casa. Esa Ane detrás de la barra, al tanto de todo, es un espléndido ejemplo de lo que te puedes encontrar allí, además de unos productos de primera calidad. No dejes de probar sus croquetas caseras, su ensalada de queso, su pastel de cabracho o sus mojojones, que son unos mejillones cocinados con tomate (tigres lo llaman). Todo todo, delicioso. Y me contaron que solo venden rabas por la mañana porque el aceite no lo utilizan una vez que se ha ensuciado.
Saliendo de allí, ya oscurecido, me topé con el rodaje de una escena de la película 'El himno mundial', basada en una serie vasca muy premiada, según me contó un miembro del equipo. Una distendida conversación con él dio paso a temas relacionados con el periodismo y los estereotipos. Hasta la mañana siguiente.
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Museo Guggenheim |
En Bilbao pasamos un día. Allí charlé con Carolina, una artista argentina que pinta con los dedos más rápido que John Wayne desenfundando en 'Centauros del Desierto'. Ella estaba trabajando junto al Museo Guggenheim, un edificio que me cautiva, como le sucede a mi hija. No faltó la fotografía con Puppy, el perro de flores que guarda un museo de aires futuristas. Pero, esta vez, con Paquito como protagonista accidental, al borde de sufrir el síndrome de Stendhal, también denominado estrés del viajero por varios días admirando tanta belleza natural, paisajística y monumental.
El oso también conoció el puente de Vizcaya, que no me canso de admirar cada vez que me pongo debajo de esta gran obra de la ingeniera civil. Y tomé nota de unos aseos que encontré en Bilbao y Getxo que se autolimpian después de cada uso. Los fotografié para informar al ayuntamiento de mi ciudad por si les vale la sugerencia.
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Bilbao |
Y disfruté de las playas de Getxo, de sus palacetes y viviendas, que fueron levantadas por la alta burguesía en la época de la industrialización. El paseo marítimo hasta el puente de Vizcaya, un didáctico recorrido leyendo pequeños paneles, es parte de la historia de este municipio, a 14 kilómetros de Bilbao.
Pero no todo es trabajar para los demás y pasear viviendo monumentos. Gracias a mi prima Chus volvimos al café bar Bilbao el día que visitamos la ciudad rojiblanca que no la conoce ni la madre que la parió. Todavía mi mujer recuerda ese entrecot a la piedra, de carne exquisita, acompañada de pimientos y patatas fritas caseras por solo 14 euros. Y podríamos haber redondeado la jornada en el café Iruña, pero no pudo ser porque está de obras.
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Señal en una calle de Castro Urdiales. Una parada camino de Bilbao |
Igualmente, tomamos buena nota de las recomendaciones culinarias de Patxi Madinabeitia, un periodista bilbaíno criado en Talavera de la Reina, mi ciudad natal. Pasamos por el sugerente Mercado de la Ribera, donde comimos unos pinchos, pero no encontré el puesto en el que, según Patxi, hay al menos 60 modalidades de gildas.
Por si te vale, este tipo, que disfruta hablando de cocina, me citó también la calle Zazpi, en el Casco Viejo, y la Plaza Nueva. 'Flipas', me escribió en un wasap. Y bien que lo flipamos, Patxi, en el café bar Bilbao.
No quiero dejarme en el tintero que desayuné como un rey en el hotel NH La Avanzada, donde Lourdes, una de las camareras, nos cuidó muy bien. A los profesionales se les ve a la legua; y a ella, que es de Zarautz aunque vive en Castro Urdiales (lugar de vacaciones para muchos vascos), su oficio le agrada. Eso se nota, mi estimada señora.
Venga, va, ya dejo de hablar del buen yantar. Porque, después de tres noches por tierras de Bilbao, cogimos los bártulos, el coche y nos fuimos camino de Gijón, como los tostoneros de feria. Pero eso ya es otra historia.
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