Santander: la elegancia de Candi
Paquito, delante de la primera playa del Sardinero |
En este último viaje a la comunidad de los sobaos y las anchoas, optamos por viajar en avión para gastar un bono de Iberia, acumulado debido al covid-19, y dormir en la capital por primera vez.
Fueron tres noches en una habitación triple (327 euros, sin desayuno) en uno de los hoteles con más historia de la ciudad, donde dormimos en una cama de las más cómodas en las que he hecho la horizontal en muchos años. Me recordó a las piltras de los hoteles en Estados Unidos, donde el camastro te atrapa y no te mueves.
Un barco al fondo, desde un mirador del Sardinero |
Ángel de la Fuente, un comerciante cafetero con raíces mexicanas, compró el edificio en la calle Calderón de la Barca en 1923. Iba a ser dedicado a viviendas, pero fue transformado en un hotel.
Dieciséis años después, en 1939, el Hotel México pasó a ser propiedad de su sobrino Indalecio Sobrino, que lo traspasó a sus hijos Indalecio y Jose Ramón Sobrino. Lo alquilaron en 2003 a Abba, que posteriormente lo adquirió y realizó en el edificio una reforma integral. Sólo quedaron en pie las fachadas.
Pintora ante la emblemática sede del Banco de Santander, que se convertirá en un centro cultural |
Candi es una señora con estilo, mucho, que va acompañada siempre de su perrito. En Santander la gente es elegante cuando se viste para salir, sobre todo las mujeres. Lo aprecias caminando por la calle, en el autobús o en el bar. No es la única ciudad del norte de España donde se aprecia esa distinción. En Bilbao o San Sebastián también lo he visto.
Candi come a diario en el Gran Hotel Sardinero. La mayoría de las veces, sola. Tiene reservada la misma mesa, en un rincón de la terraza cubierta, pero no come el menú; sólo un plato y un postre.
Jóvenes a la luz de la farola |
El año pasado, me quedé con ganas de probarlo pero no pudo ser. Optamos por un restaurante cercano, también estupendo, que se anuncia como taberna de pescadores: el Alamar. Pero, en esta última excursión, no se me escapó el Gran Hotel Sardinero.
Candi me habló del hotel donde estábamos alojamos: de lo bien que comió tiempos atrás, de su propietario mexicanos y de las pinturas que colgaban en las paredes de la primera planta. Por eso pregunté a María, una de las recepcionistas, por la historia del hotel, que tiene la bandera de México ondeando en la entrada junto con otras enseñas.
Niña aprendiendo a pescar junto con su padre |
Fue un agradable encuentro. Hablamos muy por encima de su próxima participación en mi espacio 'La crónica negra' de Radio Castilla-La Mancha para hablar sobre su trabajo como desactivador de explosivos.
Tal fue la química que todos (incluida mi mujer y mi hija) acabamos cenando en la bodega de Fuente De, que no te puedes perder. Mi media naranja y el menda habíamos estados la noche antes probando su cocina casera y regresamos para seguir degustando sus croquetas caseras, sus quesos y su bonito, que estaba de temporada.
Faro en el cabo Mayor |
Como te habrás dado cuenta, este viaje de tres noches a Santander iba a ser para eso: comer y beber, moderadamente por supuesto. Iba a servir también para aconsejar a algún amigo guardia civil que está atento a este cuaderno de bitácoras. Y, como no me gusta defraudar, pues descubrí algún otro lugar sin pasar calor. En Toledo, mi ciudad, estaban sudando la gota gorda a treinta y pico grados, mientras que por la tierra del golfista Seve Ballesteros -así se llama también su aeropuerto- no pasábamos de 25. Y hasta llovió. No se podía pedir más.
Escudo de La Legión en el bar del cabo Mayor |
Después del inciso, seguimos con la gastronomía. Al día siguiente, comimos de nuevo en el Gran Hotel Sardinero, donde conocimos al médico deportivo Javier Ceballos porque es el fisioterapeuta de Candi.
Cenamos, sin embargo, en el Cañadío, un restaurante de la Guía Michelín. ¿Por qué? Manolo, un psicólogo al que conocí durante la etapa más dura de la pandemia, me escribió un wasap como desafiante. 'Veo que te vas a perder la tarta de queso del restaurante Cañadío...' Me pareció que me lanzaba un guante, como en los retos antiguos entre caballero, y recogí la sugerencia. Ese mismo día reservé y la experiencia no defraudó. Un pastel de cabracho riquísimo, unos buñuelos de bacalao finísimos y una tarta de queso... Mejor ve, la pruebas y le pones el adjetivo que creas que la puede definir.
Mascarón de proa en el sitio del palacio de la Magdalena |
De regreso al hotel, pasamos por la histórica sede del Banco de Santander. Por la mañana, había visto a una mujer pintando lo que parecía ser un cuadro sobre el vallado que rodea el edificio, ahora en obras. Por eso, al pasar de noche por el mismo lugar, me paré a la altura de un vigilante de seguridad y le pregunté. Me dijo que formaba parte de la decoración mientras duren las obras para convertir el icónico edificio en una pinacoteca y en un centro cultural. Sacié entonces mi curiosidad y seguimos el camino hacia el Abba.
Pero, con eso de aprovechar el hecho de estar junto al mar, salí a dar un paseo antes de meterme en la cama. Entre los numerosos pescadores de caña que me encontré, me llamó la atención la relación de un padre y su hija, quizá de 8 años, que estaba aprendiendo a pescar. Fue muy tierna la escena; tanto que grabé un vídeo que luego colgué en mi estado de WhatsApp.
A quien no hice una fotografía, en cambio, fue a Paco. Este segoviano ya próximo a la jubilación es un albañil metido a constructor que me estuvo contando anécdotas de su vida mientras pescaba calamares pequeños. Me desveló cómo compró una farmacia a sus dos hijas después de una negociación por la que muchos entendidos le aplaudieron después. Me dio la sensación de ser un hombre formado así mismo, para quien su mejor máster ha sido la carrera de la vida. La intereante charla, de un par de horas, se alargó hasta la una y media de la madrugada. Porque hablamos también de sus negocios en Illescas y del negocio, digamos que alegal, de algunos pescadores.
Y llegó el día de la despedida de Santander. Ángel y Chelo (la pareja de agentes de la autoridad) nos telefonearon inesperadamente para enseñarnos un lugar que no conocíamos. Antes, cumpliendo su sugerencia, fuimos a comprar unos sobaos que la marca Luca tiene muy cerca del hotel. Para Ángel y Chelo, son los mejores, por encima de otros más conocidos si cabe.
Por sorpresa |
El bar lo puso en marcha un exlegionario. El escudo de esta fuerza militar de élite se puede ver en la entrada y lo fotografíe para enviárselo a Lucy, una legionaria sobre la que escribí cuando participó en un programa de televisión sobre superviviencia. Además de hacerle un guiño a su profesión, me valió también para felicitarla por su cumpleaños.
No faltó la lluvia |
Del cabo bajamos al hotel Bahía, donde ya había reservado para comer. El menú, de 22 euros, estuvo para repetirlo. Degusté un gazpacho andaluz con marisco que impactó de lo rico que me supo. Después de unos tiernos escalopines de ternera, abroché la comida con una tarta de hojaldre hecha por una pastelería de la cercana localidad de Polanco.
Salimos encantados del hotel Bahía camino del aeropuerto en el coche de Ángel y Chelo. En 40 minutos aterrizamos en Madrid después de 78 horas por tierras cántabras.
Ya lo dice Alberto, un policía municipal al que conozco desde hace años: 'Como el norte, ningún sitio'. Amén.
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