Un viaje musical que pudo terminar mal

Paquito, en el Arena de Verona

‘Me cago en mi puta vida’. La frase no es mía. La repite el inspector de policía Márquez, interpretado por el prolijo Javier Gutiérrez, en la serie de televisión Estoy vivo. He sido un fiel seguidor de ella porque me entretiene y me hace sonreír.

La malsonante expresión me cautivó desde que la escuché por primera vez en la boca de Márquez y la vociferé varias veces en el aeropuerto de Milán en mi último viaje.

Regresaba de asistir en Verona a su electrizante festival de ópera, que nos permitió disfrutar de Plácido Domingo (dejo aparte las acusaciones de acoso sexual), Cavalleria rusticana (sí, con v y sin tilde), Pagliacci (payasos, en italiano) y Turandot, que fue el colofón con su Nessun Doma y el breve encuentro con una de sus principales intérpretes.

El osito viajero con los
leones de Turandot

Escribo en plural porque en esta aventura iba acompañado de Marcela, mi fiel escudera, y María Jesús, prima y una seguidora del bel canto. En el aeropuerto Milán-Malpensa, a una hora en tren de la estación central, poníamos el broche a un maravilloso viaje de cinco días a la tierra de  Romeo y Julieta. Pero algo inesperado casi nos deja en tierra.

Dos días antes, al realizar el ‘check in’ por internet para el vuelo de vuelta a España, terminé el proceso de registro en Air Europa con un aviso: debía recoger la tarjeta de embarque en el mostrador de facturación del aeropuerto. No me indicaba el motivo, pero tampoco me extrañó porque ya me había sucedido en una ocasión hace unos años.

Padua
Llegó el día y nos presentamos en el aeropuerto. En facturación, nos advierten que necesitamos un código QR para recibir la tarjeta de embarque. Ojipláticos nos quedamos. Nos señalaron un papel en el que se facilitaba una dirección de internet del Gobierno de España para realizar la solicitud. Un cubano que se había sobresaltado con la misma sorpresa, y a quien lo tuvo que ayudar otra pasajera que ya no estaba allí, se acercó a nosotros para indicarnos, dubitativo,  el camino correcto. Tampoco nos sirvió de mucho, pero al menos el hombre lo intentó.

Parque de Dante en Trento
Siempre tengo por costumbre llegar con dos horas de antelación al aeropuerto para evitar imprevistos. Y, esta vez, el hábito fue crucial. Estábamos ante algo nuevo y necesitamos una hora para rellenar un largo cuestionario de salud de varias páginas, pero sufriendo los inesperados contratiempos que te puede dar internet.

Hubo varios momentos en los que nos vimos pasando la noche en el aeropuerto. Y estuvimos al borde de las lágrimas por la angustia de no terminar a tiempo un puñetero cuestionario. No había forma de terminar el proceso, en el que también te pedían que incorporases el código QR de tu certificado europeo covid, que llevábamos en el teléfono móvil. En mi caso, no se abrió el archivo porque dos días antes tuve que liberar espacio en mi dispositivo, que estaba petado. Menos mal que había enviado a mi fiel escudera el PDF, como había hecho con toda la documentación necesaria para el viaje. Me gusta ser previsor y, por eso, el impensado código QR me había trastocado los planes. Y, lo que es peor, me iba consumiendo porque el tiempo avanzaba implacable.

El helado recomendado por Rocío en Trento
Sobre la campana, cuando faltaban 30 minutos para que cerrasen las puertas del avión, logramos obtener el código y, a cambio, la tarjeta de embarque. Corrimos por el aeropuerto, pasamos el control de seguridad y buscamos la puerta de embarque, que no podía estar más lejos. Fuimos los últimos en subir a la aeronave, no sin antes rellenar otro formulario en la puerta de entrada que, ante la premura, una de las empleadas de tierra me dijo que lo dejara. «No hace falta», afirmó. «Entonces, ¿para qué nos hace perder el tiempo?», pensé con un cabreo de mil demonios.

Delante de la estación
central de Milán
Ya sentados en el avión, recapacité con mi fiel escudera y con mi prima qué habría sucedido si el pasajero no hubiese llevado un teléfono inteligente, o no tuviese datos o se le hubiera roto el dispositivo. La respuesta sencilla: se habría quedado en tierra.

Cuando creo que puedo tener razón, no me gusta quejarme solo en la barra del bar. Es algo muy español, muy nuestro. Yo, en cambio, prefiero llamar a la puerta de alguien que pueda darme alguna respuesta convincente.

Por eso a Patricia, una de las auxiliares de nuestro vuelo, le conté la amarga experiencia. Avisó a Gregorio, su compañero, y los dos nos escucharon y tomaron nota de lo sucedido para informar a la compañía inmediatamente.

Durante la charla, que me sirvió para desahogarme, Gregorio nos aclaró que la norma de rellenar el formulario sanitario por internet era nueva. «Hasta hace dos semanas, se hacía en papel», aseguró. Se me abrieron entonces los ojos. «Usted también informe a la compañía», me sugirió Patricia.

La catedral de Milán de noche
Entonces, eché un vistazo a mi correo electrónico y observé, atónito, que Air Europa me había enviado un mensaje al día siguiente de realizar el ‘check-in’. En él se me informaba del Formulario de Control Sanitario (FCS) que debía rellenar para embarcar. Ahí me di cuenta de que había conmetido un gran error: no haber estado pendiente de mi correo cada hora, cada minuto, cada segundo.

En el avión viajaba una mujer deportada acompañada de dos policías de paisano, aunque no lo supe hasta que pisé tierra. Al aterrizar, en la puerta de la aeronave, esperaba otro agente uniformado, por lo que imaginé que dentro vendría alguna persona detenida. No era la primera vez que coincidía con esa escena.

La catedral de Milán de día

Metros después de abandonar el avión, coincidí con un chico dos cabezas más alto que yo que también tuvo una historia parecida con el maldito QR para montar en el vuelo. Él venía de Corfú y había hecho escala en Milán-Malpensa. «Hice el check-in y me informó de lo mismo que a ti: no me daba la tarjeta de embarque. Como era la primera vez, me puse a investigar y logré obtener el código QR apresuradamente. Lo que iba a ser una escala de una hora y media se convirtió en solo 25 minutos, después de pasarlo mal hasta que obtuve el código», me relató.

En el tranvía de Milán
En el aeropuerto Madrid-Barajas nos pidieron ese puñetero código que hacía tres horas casi nos deja en Milán, pero el personal no me pidió el de vacunación de mi certificado COVID porque, me dijo un joven empleado, el sistema informático consideraba que yo no venía de una zona de riesgo. Podía haber mentido en el FCS, podía venir contagiado, pero el dogmático ordenador no lo consideraba porque venía de una zona limpia. Todavía sigo alucinando, pero menos.

¿Por qué la intensidad de mi cabreo va disminuyendo? Porque sigo cautivado con lo que vi en el Arena de Verona, un anfiteatro romano conocido por las producciones de ópera. Era la segunda vez que acudía a su festival, después de la obligada interrupción por la pandemia. Y, como sucedió en la primera, los espectáculos me volvieron a seducir.

Trampantojo de chocolate
Si me aceptas la recomendación, ve al menos una vez en la vida. Los precios de las entradas más baratas están al alcance de muchos. La horquilla se mueve entre los 27 y los 29 euros.

Disfrutamos de Plácido Domingo por un módico precio cuando, en el anfiteatro de Mérida, está anunciado para septiembre con la entrada más barata a 90 euros. El cantante cerró con Granada, que arrancó la ovación del público nada comenzar. Se cumplía así el vaticinio de Laura, la española de Granada que comprobó nuestras entradas a la entrada del bellísimo coliseo.

Castillo de Sforzesco, Milán
Otro momento con el que me quedo, porque será muy difícil que se repita, es el intercambio de mensajes con Instagram con una de las intérpretes de Turandot. Ya que he dicho que María Jesús es una seguidora del bel canto y fue la que nos informó de las cualidades de Ruth Iniesta, la zaragozana que interpretó el papel de Liú el día que acudimos a ver la función.

Yo no soy de usar Instagram, en absoluto. Pero, al escuchar el comentario de mi prima, me dio por bichear en internet, apareció la cuenta de Ruth en esa red social y el primer impulso me movió a escribirle mientras actuaba. «Me apunto a Turandot», rematé el mensaje, después de acordarme de que, dos días antes, había fotografiado a Paquito, el oso viajero, delante de los cuatro leones que adornaban esta ópera.

Calle de la Spiga, en Milán 
Instantes después, cuando la cantante desapareció de la escena, contestó con emoticonos.  Me vine arriba y consulté a la tropa si nos acercábamos a saludarla al término de la obra. Y así hicimos. Charlamos con ella unos minutos, en los que nos contó que no habían empleado toda la escenografía del montaje. «Si te ha gustado ahora, cuando la veas con todo el decorado, te impresionará más», nos desveló la cantante, que salió con un ramo de flores blancas apoyado en la cadera, como en Los nardos de Las leandras.

Galería de Víctor
Manuel II, en Milán
Turandot cerró espléndidamente nuestro periplo de tres noches en Verona, donde nos alojamos en un coqueto apartamento a 10 minutos a pie del Arena por 207 euros. Teníamos de todo en el Corticella Vetri, cuyo propietario, Davide, se preocupó de que la estancia fuera muy agradable.

La ópera de Puccini, con un Nessun Dorma cum laude y la impresionante Anna Netrebko en el papel de Turandot, puso el inolvidable epílogo a la aventura en la bella ciudad que baña el río Adigio. «Es un privilegio ver a Netrebko», recalcó mi prima, que también reparó en el rígido protocolo COVID para acceder al anfiteatro, donde tuvimos buenos sitios a pesar de estar alejados del escenario.

Nuestra presencia en el festival había comenzado en el majestuoso Arena con la impactante gala de Plácido Domingo y la soprano uruguaya María José Siri. Al día siguiente llegaron, en la misma noche, dos entrenidas y delicadas óperas cortas que, generalmente, se representan juntas: Cavalleria rusticana y Pagliacci.

Castillo de Trento
Esta excursión fue el regalo que me hice por mi cumpleaños. Había soplado las velas el día antes de partir hacia Milán, desde donde viajamos en tren a Verona. Pero no todo fue ópera. Aprovechamos el día para conocer Padua y Trento, a las que llegamos en tren.

El ferrocarril funciona perfectamente en Italia. Y es mucho más barato que pagar el alquiler de un vehículo, el combustible (mucho más caro que en España) y el dinero que tienes que desembolsar por aparcar en el casco urbano de la poblaciones. 

Pruebas gratuitas en Milán
para detectar el COVID
A Padua llegamos un día de mucho calor. Apenas una hora de viaje. Subimos a pie hacia el centro y, poco después, encontramos la capilla de los Scrovegni a la izquierda. No pudimos ver los frescos de Giotto porque no había entradas desde hace semanas. En cambio, vimos luego los del baptisterio de la catedral, donde la mandíbula se nos desencajó a medida que Renato, un jubilado voluntario, nos explicaba las maravillas que teníamos sobre nuestras cabezas.

La segunda excursión, al día siguiente, fue a Trento, a cien kilómetros en tren. Llama la atención comenzar la jornada en Verona con sol y llegar a Trento con lluvia y con un paisaje similar a Asturias, Galicia o Cantabria: verde que te quiero verde.

Escuchando a Renato en el
baptisterio de la catedral de Padua 
Conocido por su concilio ecuménico de la Iglesia católica, el pequeño casco histórico de Trento es precioso. Se recorre en unas horas, aunque debes reservar un momento para disfrutar de un helado en La Gelatería, situada en la calle más conocida. Allí te atenderá Rocío, una simpática española de Huelva que llegó a la ciudad hace años para estudiar Diseño. Déjate llevar por su recomendación. Conmigo acertó de pleno y se lo agradecí de corazón. Lo saboreé mientras veía a un empleado municipal de la limpieza con pocas ganas de trabajar. Me dieron ganas de gritarle más rápido cuando iba con una máquina succionadora quitando a su ritmo cansino los pocos papeles que se encontraba al paso.

De las cuatro noches en Italia, la última la reservamos en Milán. Nos alojamos en una habitación triple del hotel Flora, a pocos metros de la portentosa estación central, por 51 euros. Nos dio la bienvenida Sergio, un amable recepcionista con una larguísima carrera profesional que ha decidido alargarla, aunque está en edad de jubilarse. «Pero no me puedo quedar en mi casa viendo la televisión', decía sabiamente.

Marcela, un nombre que marca tendencia
En Milán me sorprendió ver pruebas gratuitas para detectar COVID en la mismísima estación central, donde se formaban largas filas. Y me volví a maravillar con su asombrosa catedral. La disfruté de día y también de noche. Como también gocé con la bella galería comercial Víctor Manuel II, al lado de la seo. Sólo por ver estos dos espectaculares edificios merece la pena el viaje a la capital mundial de la moda y el diseño.

Gracias a Elena, una amiga de mi prima Chus a la que conoció en Irlanda en un curso de inglés para docentes, descubrimos las calles donde la gente con dinero se deja miles de euros. Aluciné con los precios que vi en los escaparates. ¿Es necesario gastarse tanto para vestir? Lujo, lujo y lujo. Y también mucha estupidez, creo. Yo soy de la escuela que te eñseña la mejor relación calidad-precio. Te pongo como ejemplo este viaje: 348 euros con 8 viajes en tren, tres entradas a la ópera, alojamiento, avión y hasta el aparcamiento en la terminal 2 del aeropuerto de Madrid. Sí, el avión llevaba ventanas, el tren iba sobre raíles, el apartamento tenía puertas y conseguimos buenos asientos sobre la dura piedra del Arena para disfrutar del espectáculo. ¿Algo lejos del escenario? Para eso llevábamos los prismáticos.
Paquito, con el pasaje de vuelta a España

A Elena, que vive en el extrarradio de Milán, mi prima le obsequió con una bellísima pieza de cerámica de nuestra tierra, Talavera de la Reina; del taller de Bermejo, conocido de María Jesús. Elena, una mujer simpatiquísima de ojos claros con la que practiqué inglés, se quedó maravillada con el regalo. Y gracias a ella también pudimos ver a tiro de piedra los pináculos de la catedral desde la terraza de la galería comercial La Rinascente, por donde debes de pasarte para que luego me cuentes qué te pareció.

Antes de despedirnos después de pasar la mañana con ella, a Elena la llevamos a tomar un café al bar G. B., donde el día antes nos había atendido profesionalmente Giovani, un simpático camarero que llegará muy lejos en la restauración. El mismo futuro halagüeño le proyecto a Mimmo, un joven egipcio con don de gentes que nos atendió en la Ostería Italiana, junto a nuestro hotel, donde cenamos la única noche que pernoctamos en Milán.

Después de despedirnos de Elena, viajamos al aeropuerto tranquilamente para regresar a Madrid, pero lo que siguió allí ya te lo he contado. Paquito subió al avión 'in extremis'. Hasta la próxima.

Comentarios

  1. Muchas gracias, por hablarme de su blog, y por presentarme a Paquito y sus maravillosas experiencias. A partir, de leer su blog, me nombro fan del mismo. Un saludo, de la chica de las cuevas.

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    1. Muchas gracias a ti por leerlo. En los próximos días publicaré la última aventura, de 4.000 kilónetros, en la que, seguramente, te verás retratada. Muchas gracias por tu amable atención, chica de las cuevas.

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