Paquito, rey de Egipto

Paquito promociona en Egipto
el programa de radio de su alter ego 
No sé qué tal se me dará contar este viaje. Es la primera ocasión que Manolo me permite relatar por escrito las excursiones megachulas que nos marcamos. Y, para ser la primera, fue a lo grande. Me dejó irme con dos amigos suyos, Marina y Luis, en un viaje que Manolo desea desde hace un porrón de tiempo: Egipto.

Al país de las momias y de los faraones no fui de cualquier manera. Marina ya se encargó de mimetizarme para la ocasión con una túnica chula para dar el pego en la aduana al llegar a El Cairo, nuestra puerta de entrada a Egipto. Hasta allí volamos con Egyptair. Cuatro horas y media desde Madrid, acurrucado en los brazos de Marina, que me cuidó mucho y bien, junto con su marido, un tipo alegre a pesar de ser de Logroño, como ella.

En el aeropuerto de El Cairo, el más importante de Egipto, donde nos esperaba Mostafá, de 'Egipto.infinito'. No me preguntes cómo Luis y Marina llegaron a contactar con él. Pero el caso es que el tipo, que habla español de maravilla, te prepara un viaje increíble y sólo tienes que preocuparte de disfrutarlo. Se encargó de realizarles sus visados (yo no lo necesito porque soy mundialmente famoso) y les compró las tarjetas de datos para utilizarlas en sus teléfonos móviles y estar conectados dentro del país.

Paquito, con un vigilante en el templo
del rey Unas
Mostafá tenía preparado un chófer particular para que nos llevara desde el aeropuerto a nuestro primer hotel, Ramses Hilton, de cinco estrellazas. Pero, ojito, en el camino hicimos dos paradas. Una fue para agasajar a Marina, 'mi reina' como él la llamaba, con un ramo de rosas rojas. La segunda, para comprarnos una cajita de dulces árabes en una tienda francesa, además de darnos una bolsa llena de botellas de agua mineral, tan necesaria en Egipto para no sufrir una descomposición. «Así se da la bienvenida en el Cairo», soltó Marina a modo de eslogan.

Durante el trayecto hasta el hotel, Mostafá nos empezó a contar lo que íbamos viendo y, rápidamente, descubrimos lo caótica, ruidosa y bulliciosa que es la ciudad, tanto de día como de noche. A Marina le pareció una ciudad que nunca duerme, como Nueva York, aunque con diferencias. Por ejemplo, en El Cairo no hay reglas para conducir y pocos semáforos vimos. Los coches y motos se cruzaban sin ningún control. Era toda una aventura circular por esas carreteras y cruzar una calle hasta los topes, con más de 25 millones de habitantes, lo que la convierte en una de las ciudades más pobladas del mundo, cinco veces más que Madrid. «Pero cautiva por su olor, su color, su caos y su gente», decía Marina mientras Luis asentía.

Un taller mecánico de aquella manera
En el hotel no tuvimos que acercarnos ni a la recepción. Mostafá se encargó también de todos los trámites y esperó hasta que nos subieron las maletas a la habitación. Fue allí donde Marina y Luis me hicieron la primera fotografía en Egipto y, además, con Mostafá. ¡Un puntazo!

Al día siguiente, el matrimonio se puso las botas desayunando mientras yo miraba relamiéndome. No me extraña que luego estuvieran enérgicos para las primeras visitas, guiados por un simpático egipcio que nos dijo que lo llamáramos José para no liarlos. ¡Otro puntazo!

Pues con José visitamos Menfis, la capital del Imperio Antiguo de Egipto, donde tuvimos el primer contacto con Ramses II. Vimos una gigantesca estatua tumbada antes de visitar la pirámide escalonada de Saqqara y el templo funerario del rey Unas. Todo con el recuerdo inminente de haber pasado por un extenso bosque de palmeras con unos dátiles de la mejor calidad conocida. Esto lo escribo porque escucho a Marina, que es guía de turismo en Toledo. Da gusto oírla con su voz pausada, arrulladora, que tranquilizaría a las bestias en la época de los faraones.

Un taller de papiros
También escuché a Marina, mientras Luis asentía, que Saqqara es el único lugar donde hay escuelas para niños de unos 12 años en las que aprenden a fabricar alfombras y tapices, todo bellísimo por cierto. Aunque luego dijo Marina que, en realidad, era para tener a los adolescentes ocupados fuera del horario escolar y no se dediquen a estar por las calles perdidos. En la planta de abajo está la escuela y en la de arriba, la tienda, donde Marina hizo su primera compra en Egipto: una alfombra de algodón, que es muy famosa por su calidad, y un camino de mesa con motivos del Antiguo Imperio.

De allí nos fuimos, con nuestro chófer, a las pirámides de Giza y la esfinge. Allí el matrimonio comió -el ágape estaba incluido en la excursión- mientras yo me quedaba con mi mirada de escayola esperando que me ofrecieran una cuchara, algo que nunca llegó. Se zamparon un pollo a la brasa acompañado de un montoncito de arroz en forma de pirámide. Gracioso el detalle. ¿Arroz? Sí, para comer y cenar. Más que si estuvieras en Valencia. ¡Hasta en el postre!

Con unos jeroglíficos de miles años
Al día siguiente nos pateamos el Museo Egipcio, que custodia la mayor cantidad de objetos de la época del antiguo Egipto, aunque algunos han sido trasladados a otro museo que todavía no ha sido inaugurado, como las momias y parte del tesoro de Tutankamón. En su trono me senté y me retrataron, aunque no sé si Marina y Luis tuvieron que soltar una propina para ello, porque en Egipto te vas a dejar una pasta en propinas si vas. No te olvides de este pequeño detalle.

Después de dos horas por el museo, donde las cosas están colocadas sin ningún orden dentro de unas instalaciones aviejadas, nos fuimos a la Ciudadela de Saladino. Desde allí aluciné con las vistas de la ciudad, una panorámica para echarle un rato, antes de visitar la mezquita de alabastro. A este templo lo llaman así porque lo construyeron con ese material y, por tanto, no se quebraron mucho la cabeza para ponerle el nombre. En realidad es la mezquita de Mohamed Alí, un lugar donde se respira calma, alejado del caos de El Cairo, que te recordará a la mezquita Azul de Estambul porque se inspiró en ella el arquitecto que realizó la mezquita. Una visita imprescindible, según Marina. Y si Marina lo dice...

Observando el Nilo
José, nuestro agradable guía, nos pidió hacer un alto en el camino porque era su momento de oración diaria, algo que hizo en varias ocasiones durante el recorrido. Además, nos recitó unos versículos del Corán, lo que a Luis y Marina les pareció todo un lujo, venido de parte de un señor muy amigable y con un gran sentido del humor, que contaba numerosas anécdotas de la vida diaria en El Cairo.

También fuimos al barrio copto, donde viven los egipcios cristianos de la capital del país y que fue el lugar donde vivieron los egipcios en El Cairo hasta que la nación fue dominada por los árabes. Allí te encuentras iglesias, sinagogas, bazares... Lo curioso es que, para entrar en el barrio, tienes que sortear uno de los numerosos controles de seguridad que hay en la mayoría de los sitios turísticos de la capital; una ciudad bastante controlada que impone al principio. Pero dicen Marina y Luis que hay muchísima seguridad y cuidan al turista, que deberá soportar a diario el caos del ruidoso tráfico rodado. Un diezmo que tienes que pagar si quieres visitar El Cairo. «Nunca había oído tocar tanto el claxon de día y de noche», repetía insistentemente Marina, una señora de carácter tranquilo; todo lo contrario que la capital de los faraones. 

En una tumba del Valle de los Reyes
No dejamos de pasar por las iglesias de los santos Sergio y Baco, donde la tradición dice que José y María se refugiaron en una cuevita cuando huyeron a Egipto. También visitamos la iglesia colgante antes de que Luis y Marina -yo, de sujetavelas- se sentaran a comer. Eso sí, ella salió desencantada. Tanto que no recuerda el nombre del lugar por más que se lo he preguntado.

De vuelta al hotel, subimos a la planta 30 para disfrutar de un bonito atardecer mientras el matrimonio se tomaban un 'cacharrito', pero yo, a verlas venir. Como siempre. Ni un mísero vaso de agua... embotellada, por supuesto. Pero, bueno, era el peaje que el oso viajero tenía que pagar en esta aventura.

Dice Marina que los turistas suelen ir a la torre de telecomunicaciones, de 186 metros, que es el mejor mirador y que está en el barrio de Zamalek. Es la torre más alta de la ciudad y del norte de África; de hecho, cuenta Marina, es 43 metros más que la gran pirámide y tiene también un restaurante giratorio. Vamos, una pasada. Pero nosotros no llegamos a ir porque nuestro guía, José, nos dijo que, desde nuestro hotel y a esa altura desde la azotea, tendríamos una buena panorámica. Y no se equivocaba.

Museo egipcio de El Cairo

El cuarto día en El Cairo lo comenzamos también temprano. A las nueve de la mañana. Visitamos dos mezquitas: la más antigua, y donde ruedan muchas películas en Egipto, llamada Sultán Hasan; y la que se conoce como Al Rifa'i. En ésta pasamos a un espacio privado no visitable para los turistas, pero José pidió el favor al vigilante para que abriese para nosotros. Un lugar especial donde el muecín, el que llama a la oración en las mezquitas, nos permitió entrar y grabar el momento. Fue algo fascinante.

A Marina le llamó también la atención un paseo por la calle Al-Muizz, una de las calles más antiguas de El Cairo y el antiguo mercado del limón, donde vimos alguna mujer tapadita y descalza que vendía limones pequeñitos. El guía, José, nos explicó que en esa zona había muchas mezquitas y algunas habían sido hospitales y escuelas. Una calle bastante curiosa, según Luis y Marina, que te conduce al mercado más popular de la ciudad. El mercado de Khan El Khalili, el antiguo bazar, es una visita imprescindible. Es otro de los atractivos, con sus más de mil tiendas, donde puedes encontrar joyas, especias, regalos, mucho colorido... y donde te avasallan los vendedores.
El nombre de Paquito en árabe
escrito en una cucharita de palo

Allí también paramos para que Marina y Luis te tomaran un refrigerio en el Café de los Espejos, como se le llama popularmente. Es también un lugar muy curioso. ¿Por qué?, te preguntarás. Pues porque hay espejitos dentro y fuera, abierto más de 200 años, donde el matrimonio fue obsequiado con un té. ¿Y a Paquito? Pues ajo y agua; bueno, ni eso. Aunque Marina me hizo una fotografía para que mi Manolito creyera que me estaba tomando un té. Todo más falso que el duro de madera.

El matrimonio no hizo mucho caso a los vendedores, un poquito pesados la verdad, porque nuestro guía nos había recomendado ir a una tienda donde suelen ir los turistas españoles y donde no se regatea. Es el bazar Jordi, pequeñito, que se encuentra escondido y, si no es por el guía, no hubiéramos sido capaces de encontrarla. Está como en el patio de una casa sin mucho glamur, aunque no fue la única parada que hizo José, nuestro guía. Visitamos otro negocio en el bazar, pero esta vez con un nombre español curioso, la tienda sin dolor de cabeza, donde el matrimonio también hizo unas compras.

En el lugar más sagrado de un templo
El recorrido por el mercado popular lo rematamos -perdón, lo remataron- con una comida en un restaurante popular, con platos egipcios muy recomendables, con mucho encanto, con música árabe relajante y una buena atención y servicio. Se llama Felfela, donde a Marina y a Luis les entusiasmaron las koftas y el falafel, una especie de croquetas de garbanzos o de habas; no le quedó muy claro.

El último día en El Cairo, que lo teníamos libre, el matrimonio se entretuvo en regatear con los taxistas para ir primero al Museo Nacional de la Civilización Egipcia, al que le echaron unas cuantas horitas, y luego a la plaza Tarik. Allí buscamos el famoso restaurante Abou Tarek, donde se come el khosary, ese plato de garbanzos, pasta y lentejas. Este establecimiento está enfrente de una zona que se utiliza como un taller mecánico callejero al aire libre donde la gente lleva sus vehículos para arreglarlos. Es donde se ve el auténtico Cairo, dice Marina, con casas viejas y derruidas, escombros y mucha suciedad en las calles.

Al día siguiente, un vuelo doméstico nos llevó a Asuán, a casi 900 kilómetros. Tempranito, a las siete de la mañana. Yo veía a Marina que anotaba todo en su precioso cuaderno de viaje. Todo ordenadito, con dibujitos y escrito con una letra muy chula.

En el templo de Edfu

En el aeropuerto de Asuán nos esperaba un guía, Mohamed, que nos acompañó a las visitas que yo iba a realizar por la cara, crucero por el Nilo incluido, para conocer el país «desde otra perspectiva diferente», decía mi ama, Marina. 

Y tanto que aluciné. Me subieron a una barca para llegar a una isla, a once kilómetros de Asuán, donde está el templo de Philae, dedicado a la diosa Isis. Maravilloso, chicos (y chicas). Al templo se le conoce como la 'Perla del Nilo' y dice Marina, guía turístico, que no podía haberle buscado un nombre mejor. Pero, al loro: este templo quedó sumergido al construir la presa de Asuán y tuvieron que trasladarlo, piedra a piedra, al lugar donde se levanta ahora de una manera majestuosa. Pero no termina ahí la cosa. Dentro dicen que están los últimos jeroglíficos egipcios que se escribieron.

Luego fuimos en barco al otro lado del Nilo para alojarnos en un hotelazo, con maravillosas vistas a Asuán y una habitación para quedarse una temporadita a cuerpo de rey, con una piscina para mojarse sálvese la parte. Aquí Marina se entretuvo por la tarde en acicalarme, con un lazo incluido, para conmemorar el Día Internacional del Cáncer de Mama. Luego, después de la cena, escuché unos cánticos que, según Luis, eran de unos señores que estaban llamando a la oración al personal de la ciudad. Marina decía que, para ella, era mágico. Pero donde esté Plácido Domingo...

Paquito, con Horus

Para mí, un oso tan viajero, también fue mágico los templos de Abu Simbel, excavados en la roca, que quitan el hipo, según Marina. Eso sí, para contemplar tanta belleza tuvimos que darnos un madrugón: recorrimos, en unas tres horas, los 230 kilómetros al suroeste de Asuán. Marina, que lo apunta todo, anotó en su cuaderno que dos veces al año, el 21 de febrero y el 21 de octubre, el sol atraviesa el templo al amanecer para iluminar las estatuas de los cuatro dioses que hay en ese lugar sagrado. ¡Flipas! 

Después de la vuelta, ese mismo día nos fuimos de crucero. Con Luis y con nuestra particular 'faraoncita', como llamaba Mohamed a Marina. Ya sabes, cosas de estos guías turísticos, ¿verdad, mi reina?

A mi edad, navegué también en faluca, un barco de vela muy atractivo, con el que mi rizado bello se puso de punta. Una experiencia imborrable por el Nilo, que dirían los ilustrados, porque, además, tuvimos la suerte de ir solos y con el guía, escuchando el sonido de las aves según las veíamos. Un remanso de paz que a mi alter ego, Manolo, le habría encantado.

Marina y Luis, aunque son de Logroño y tienen aspecto de seriotes, me sorprendieron cuando compraron una chilaba para él y una traje de bailarina para ella, prendas con las que luego se vistieron para una fiesta de disfraces desangelada. La gracia de algunos turistas la tienen en donde la espalda pierde su honroso nombre.

Para el octavo día en Egipto, nos fuimos al poblado nubio, un lugar inolvidable en las proximidades de Asuán y recomendable para explorar el país más allá de los monumentos faraónicos. Marina, que es muy sentida, estaba impresionada con la experiencia, con lo que le transmitía la gente. Porque los nubios, de piel oscura, son un grupo étnico diferente a los que habitan en Egipto, y tanto a Luis como a su 'faraoncita' les marcó la visita. Luego, mientras Luis se bañaba en el Nilo, 'su' Marina se entretuvo en comprar frasquitos de arena a un vendedor que le permitió fotografiarme con él. Quedó una instantánea muy aparente, la verdad.

Khosary, comida típica egipcia

Pero no montamos en camello, algo habitual para los turistas que van al Poblado Nubio. Lo recorrimos a pie, con nuestro guía, atravesando unas casas muy chulas, levantadas con adobe de un gran colorido, con suelos de arena y tejados de hojas de palmeras. Pasamos también con un mercado lleno de cestos con especias y recuerdos de la zona. Llegamos así a una casa típica, donde la dueña les preparó un té (yo no bebo) y nos enseñó los cocodrilos vivos enjaulados, además de otro disecado y uno pequeñito, con el que me fotografiaron mientras Luis lo cogía en una mano. ¡Una pasada para mi cuerpo! Muy reveladora, dijo luego Marina, que tiene más vocabulario que yo. También recuerdo que anotó en su cuaderno de viaje que se había dado cuenta en ese poblado de que se puede ser feliz viviendo con poco. Y me compró un llaverito a unos niños que se habían acercado para sacarse unas perrillas.

Volvimos al barco y a seguir disfrutando del Nilo, que tanto significa para los egipcios: fuente de vida y de prosperidad, y que marcó la vida de quienes habitaron en sus orillas, según contaba Marina a Luis. A mis compañeros de viaje también les marcó otra paradita, en un café del poblado nubio, a orillas del río. Marina decía que no tenía precio que te preparasen un café natural en el momento, con cardamomo, nuez y otras especias, mientras Luis me tenía entre sus piernas. ¡Qué tierna imagen!

Paquito, con las famosas pirámides al fondo

Otra instantánea chula fue la fotografía que me hicieron delante del hotel Old Cataract, que inspiró a Agatha Christie para escribir 'Muerte en el Nilo'. Y allí te puedes alojar, a unos 200 euros la noche, en la habitación 411 que dicen que ocupó la novelista en ese palacio victoriano del siglo XIX con toques árabes.

Después me quedé ojiplático viendo una espléndida puesta de sol desde el barco sobre el Nilo. ¡Alucina, pepinillos!, que diría un cocinero que se llama Chicote. Fue un momento único para mis queridos Marina y Luis, que no me dejaron solo un instante. Es verdad que yo no doy un ruido, no levanto la voz ni la mano para pedir cosas. Me conformo con poco. Que me lleven de aquí para allá y me hagan fotografías a miles. Nunca me quejo.

Ese día también visitamos algún templo y cocodrilos embalsamados, siempre acompañados de Mohamed, el guía, que nos dejó luego un rato libre para que Luis y Marina se disfrazaran de jeque y de reina para una supuesta fiesta oriental algo tristona por la falta de participantes. Pero fue divertido ver a Luis con su chilaba y ese aire de tipo ricachón, acompañado de una bella danzarina, mientras cenaban.

Marilena, mi alter ego y Maribel,
en Santiago de Compostela

Yo estaba tan ricamente por Egipto, disfrutando a cuerpo de rey y sin gastarme un duro, en tanto que mi alter ego se divertía en Santiago de Compostela. En una de las pocas llamadas telefónicas que me hizo, por WhatsApp para que no le costara al muy roñoso, me contó que había coincidido en el avión hacia tierras gallegas con una mexicana de Guadalajara llamada Yéssica. Ella le relató una historia muy tierna: llevaba en sus manos a Couriño, un mono que hace las veces de nexo de unión amorosa entre ella y su novio gallego, que vive en La Coruña y que fue quien se lo regaló. A la vuelta a México, ella dejaría la mascota a su pareja para que él la llevase cuando viajara a tierras aztecas, y viceversa. Entonces me acordé de Jaime, el hijo de unos vecinos, que vive en México por trabajo y... por amor.

Pero mi colega no sólo conoció a Yéssica. También coincidió, en la bellísima plaza del Obradoiro de Santiago, con Marielena y Maribel; dos venezolanas que le pidieron que las fotografiara con la espléndida catedral detrás. Mi alter ego se animó y le pidió a su media naranja, Marcela, que lo retratara con Marielena y Maribel. Como el menda habla hasta con las piedras, estas dos simpáticas venezolanas le contaron que vivían en Reino Unido, concretamente en Sttaford (Marielena) y Camberlay (Maribel), además de los maravillosos que eran sus nietos.

Con Yéssica y su mono, Couriño,
volando a Santiago de Compostela

Mientras, yo seguía en la tierra de los faraones. Como en Sevilla, también me montaron en una calesa para llegar a un templo a la mañana siguiente. Me acordé de Pepe Melero, un amigo sevillano con más cara que espalda. Lo que habría disfrutado Pepe Cope (lo conocen así porque trabaja en esa cadena de radio). Pero no te pienses que fuimos despacito, no. Menos mal que mi sobrero tan pichi lo llevo prendido a mi cabeza peluda. De lo contrario, lo habría perdido. El tráfico de calesas resultó, en definitiva, tan caótico como el tráfico en El Cairo.

A 700 kilómetros al sur, en Luxor, pudimos disfrutar también de lo lindo. A esa ciudad se la conoce como 'el palacio de las mil puertas' y es donde se concentra el mayor número de templos de Egipto. Visitamos todos, unos más grandes que otros; un lago divino y la enorme estatua de un escarabajo pelotero que dicen que es sagrado. También pasamos por la avenida de los carneros, flanqueada por esfinges con cuerpo de león y cabeza de carnero. Allí me sentí entre mis iguales, animalitos como yo, aunque fuera de piedra.

En furgoneta, todavía de noche, me llevaron a una zona para volar en un globo aerostático. Menos mal que no tengo miedo a las alturas. Lo llevé bien, la verdad, para admirar el amanecer desde el cielo contemplando Luxor. Tanto para Marina y Luis como para mí, era la primera vez que nos subíamos en un artefacto así. Y fue una experiencia de altos vuelos, inolvidable. Fue un lujo extasiarse con la ciudad desde las alturas.

Paquito, en el desierto

No dejé las cuatro ruedas para visitar el Valle de los Reyes, aunque tuvimos que montar en un trenecito amarillo para recorrer una extensión enorme. Allí vi cómo Luis y Marina tuvieron que soltar algunas propinillas a los vigilantes, como durante todo el viaje, para hacerme unas fotos en esos lugares para la posteridad. Unas veces con el turbante que me preparó mi reina y otras sin ellas. Así que un servidor, tan mullidito, siempre acaba en brazos de un vigilante y yo era muy bien recibido. Hasta en una ocasión, como haciendo una gracia, me llegaron a tomar la temperatura, como a cualquier turista, por eso de la pandemia mundial debido al maldito coronavirus. Y escuché que preguntaban que si yo era un osito arqueólogo. ¡Lo que me faltaba!

En esta parte del viaje observé a Marina cómo se vino arriba. ¿Sabes por qué? Conoció la historia de Hatshepsut, la única mujer que reinó en Egipto durante un largo periodo según le contaron. La única reina que se convirtió en faraón. Admirable, valiente y ambiciosa ella, según mi compañera de viaje, que alucinó con la biografía de una señora que se hacía pasar por hombre, con barba incluida. A Marina también le oí decir que se estaba apasionando por el país gracias a nuestro guía y egiptólogo Mohamed y a sus explicaciones en español, aunque no le permitieron entrar en el interior de algunos de los edificios. ¿Quizá para que los vigilantes pidieran propinas a los turistas, como así nos sucedió?

Con el jeque Luis

Dejamos a Mohamed porque él vive por aquella zona y, después de una intensa jornada, seguimos nuestra ruta en un coche particular en dirección a Hurgada, el último destino, elegido para descansar tras unos días de mucho trajín.

Después de 300 kilómetros, descansamos en otro gigantesco hotelazo, un lugar para perderse, situado en una zona de establecimientos similares en el Mar Rojo. Que un osito como yo estuviera en una habitación que quitaba el sentido, con vistas a las piscinas, y sin pagar un chavo, es para pensárselo la próxima vez. Al recinto no le falta de nada: saunas, parques acuáticos, salones de belleza y hasta un pequeño centro comercial, además de diferentes restaurantes. Pero, eso sí, menos mal que yo parlo inglés y pude defenderme estupendamente, porque ningún empleado maneja el español (sin palabras).

Mientras me iba con Marina a apañarnos un poco, a acicalarnos después de tanta arena del desierto, Luis se fue a buscar peces de colores y corales bien temprano con un grupo de seis personas, además de los instructores. A Luis esto de las inmersiones acuáticas le pone de punta el pelo de su barba blanca. Y en este viaje tuvo la ocasión de ver una morena gigante y le impresionó que la temperatura del agua fuera de 26 grados, aunque sólo pudo bajar a poca profundidad, entre ocho y diez metros.

Una flor hecha por el personal del
hotel para alegrar la mañana

No comimos nada mal en este hotel, destacando siempre los postres y pastelitos árabes, que había gente que casi mataba por ellos porque era imposible resistirse a la tentación.

A ratos, Marina y Luis me dejaban solo en la habitación. En una de esas ocasiones, me ocurrió algo insólito: la persona que arreglaba el dormitorio hizo un cisne con una toalla y colocaron al animal a mi lado, lanzando por encima de ambos pétalos flores que luego guardó Marina. A ella le conté lo que me había pasado, pero no lo creyó. Menos mal que la historia se repitió los días que estuvimos en el hotel. Así me pudieron fotografiar con un elefante y con una flor gigante, aunque desconozco si el gentil matrimonio de Logroño desembolsó alguna propinilla por tan inesperada sorpresa.

Por la playa, a los pies del hotel aunque no muy cómoda, vimos camellos, el único elemento de transporte que no usamos en Egipto para movernos por el país, después de haber utilizado el avión, la calesa, el globo, el coche y la faluca.

Y, como en la serie de 'Verano Azul', llegó el momento de la despedida, aunque en nuestro viaje no murió Chanquete. Regresamos a El Cairo, hicimos noche en un hotel y volvimos a España, después de quince días por el país de los faraones, con Marina aguantándose las lágrimas. Mostafá, el guía de 'Egipto.infinito' que organizó el viaje, le obsequió con un rodillo de cocina, realizado por un artesano en madera con unos monísimos motivos egipcios. Pero no cuentes nada de esto, que es secreto. Como los secretos que guardan las pirámides de Egipto, un país donde yo, Paquito, el oso viajero, me sentí como un rey. 














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