Galicia te regala historias difíciles de olvidar

La familia, caminando hacia las rocas.
La fotografía fue tomada desde mi habitación
Se lo puso sentado en su regazo mientras el hijo, un adolescente con una grave discapacidad, no paraba de moverse. El padre lo agarraba con fuerza para que el chaval no se cayera. Lo acariciaba y le cogía las manos. La bella imagen ocurría en la piscina de nuestro hotel, en Viladesuso (Galicia), y llegué a emocionarme por el cariño que el hombre transmitía por su hijo, ya tan alto como su padre.

Luego la hermana se lanzó al suelo para poner las zapatillas a su hermano; y la que yo creía que era la madre -más tarde supimos que era la compañera sentimental del padre- se las apañaba espléndidamente para quitar el bañador al chico y ponerle un pañal y un pantalón.

Una chavalilla miraba inmóvil, pensando, quizá, cómo un mozalbete cuatro veces más grande que ella llevaba un pañal. La madre de la pequeña reaccionó llamando la atención de su hija, encomendándole una tarea, y la chiquilla dejó de mirar fijamente.

Marcela contempla el primer
atardecer en Viladesuso

Tuve la tentación de fotografiar al padre y al hijo en esa actitud cariñosa, porque muchas veces una imagen vale más que mil palabras y me tira mi profesión de periodista. Incluso pensé en pedirles que posaran, a unos metros de nosotros, pero temí que me rechazaran la propuesta.

A la mañana siguiente, desde mi habitación con vistas al océano Atlántico, contemplé cómo paseaban hacia el mar. El padre, siempre cogiendo la mano de su hijo. Como una metáfora de la vida, el padre ayudaba al chaval a superar enormes piedras para finalmente sentarse juntos a contemplar el agua brava. Los fotografié entonces, a lo lejos, y la imagen ilustra estas líneas. 

Ese momento tan emotivo ocurrió unas horas antes de acabar nuestra estancia en el magnífico hotel Glasgow, donde Marcela y yo estuvimos alojados seis maravillosas noches en régimen de pensión completa. Luego, en el recinto de las piscinas, inesperadamente tuvimos la grata ocasión de charlar con esta familia gallega, de un municipio de Orense, hasta la hora de la comida. Con el padre, agricultor, estuvimos hablando de la exquisita patata agria, reina en las comidas y en las cenas opíparas en nuestro alojamiento. También dedicamos unos minutos a criticar los precios tan bajos -mejor, ridículos- que pagan a los trabajadores del campo, mientras que el consumidor desembolsa un dineral en el supermercado.

Piedras amontonadas, varias
con magníficos dibujos

Su compañera sentimental, muy dicharachera, se interesó por mi cuaderno de viaje -se dio de alta como seguidora- y la hija, una adolescente de trece años, contó que le gustaría estudiar criminología porque había leído que se ganaba dinero. Entonces le hablé de algunos detectives que conozco, como Óscar Rosa, autor de un magnífico pódcast, 'El loco del fondo', y también le dije que tuve una prima, Cristina, que se dedicó a ello. Pero me guardé el luctuoso motivo por el que la perdimos con 26 años.

Cerrábamos con este broche una semana en Viladesuso que había comenzado con otro encuentro impensado: el de cuatro cordobeses con los que coincidí en Oia, a unos cuatro kilómetros de mi hotel a pie por el Camino portugués hacia Santiago. Anduve hasta allí buscando la única farmacia en la zona, pero me la encontré cerrada porque era festivo. De vuelta al camino, vi a lo lejos dos grupos de peregrinos y me fijé como meta alcanzar a uno. Al llegar a su altura, conocí a Pedro, Jesús, Enrique y José Carlos, oriundos del pequeño municipio de Carcabuey. 'Bueno, bueno, ¡cómo te cunde', respondió mi mujer cuando le envié por WhatsApp los nombres de los cuatro intrépidos caminantes para no olvidarlos. "Ten cuidado; si pruebas, te engancha", respondía mi prima Chus mientras le iba contado que andaba acompañado de unos peregrinos salerosos. Ella lo decía con conocimiento de causa porque había hecho otra vez el Camino -'con c mayúscula', me advirtió- unas semanas antes. 

Los cuatro caminantes cordobeses,
en el hotel de Vigo

Seguro que te preguntarás quiénes eran los cuatro aventureros cordobeses. Pedro es educador social y trabaja con personas sin hogar; José Carlos dejó su pueblo muy joven y es mecánico en Málaga; Jesús acababa de aprobar con 29 años las oposiciones como subinspector de Hacienda y Enrique es el herrero que iba a construir el trono en el que me pretenden pasear alguna vez. ¿Y esto por qué? Te lo explico. Durante los kilómetros que anduve con ellos, salió a relucir que todavía no tenían en Vigo un lugar donde dormir y el más barato que habían encontrado superaba los 50 euros por cabeza. Entonces eché mano de la página donde busco habitualmente mis alojamientos y se obró el milagro: una habitación para cuatro en un hotel de tres estrellas en el centro de Vigo por 123 euros. "Santiago te ha puesto en nuestro camino", soltó Pedro, el más gracioso, que se adelantó a contar que Enrique, el herrero, había hecho el Camino por primera vez durante 45 días. ¡Toda una 'pechá'!

Con tres de los cuatro peregrinos.
El otro, el fotógrafo

Caminando pasamos de largo por el hotel Glasgow, que debe su nombre a que su propietario trabajó en la ciudad escocesa unos años. Sobre el césped de la piscina, mi mujer pasaba de la mejor manera que podía la diarrea que se había traído de Marrakech. Marcela respondió entonces desde una hamaca al efusivo saludo del grupo y yo continué con los cordobeses hasta que llegó el momento de la despedida. Fue unos kilómetros más allá, después de pasar por un lugar con numerosas piedras amontonadas, varias con magníficos dibujos alusivos al Camino.

Dos días después, los aventureros enviaron una divertidísima fotografía de los cuatro sobre una cama de la habitación que les había reservado en Vigo. "Después de 40 kilómetros de Mougás a Vigo, podemos descansar en un gran hotel gracias a ti. Un fuerte abrazo de todos", rezaba el mensaje que acompañaba la instantánea.

Yo soy de los que lleva grabado a fuego que las vacaciones son para aprovecharlas al máximo, a pesar de ciertos contratiempos. Por eso, Marcela y yo nos resistimos a quedarnos en casa después de nuestro magnífico viaje a Marrakech con Marina, Luisa y Alba. ¿Y por qué?

Ruta de la piedra y el agua
El coche más viejo de los dos que tenemos en casa, con una antigüedad de 18 años, había dicho: 'Hasta aquí he llegado'. Mientras esperábamos el nuevo, el otro tuvimos que dejárselo a nuestro hijo por motivos laborales. Fue entonces cuando llegamos a una encrucijada: sin coche, ¿continuábamos con nuestro plan a Galicia o buscábamos una alternativa usando transporte público?

Pues bien, tiramos para el norte. Pero antes tuvimos que mover los hilos. Hablamos con nuestros vecinos Benito y Mari Paz, unos viajeros incansables y extraordinarios anfitriones, que nos dieron alojamiento en su casa en Poio, al ladito de Pontevedra -se va andando desde su casa hasta el centro de la ciudad-.

Por eso volamos hasta Santiago de Compostela, adonde el gentil matrimonio fue a recogernos para comer luego de diez en Casa Ramallo, un restaurante familiar en Rois que Benito tenía el gusto de que conociéramos.  

Y al día siguiente caminamos por La ruta de la piedra y el agua, un sendero cautivador que lo dio a conocer mundialmente el expresidente del Gobierno Mariano Rajoy, con quien no coincidimos en un bar que es un punto de encuentro de los caminantes.

Según leí, la ruta discurre por los márgenes del río Armenteira en su paso por los ayuntamientos de Ribadumia y Meis. Su trazado, espectacular, permite disfrutar del entorno natural y conocer molinos de agua, fuentes y lavaderos en distintos estados de conservación, además del monasterio de Armenteira, principio o fin del sendero, según se mire.

Atardecer junto al hotel Glasgow

Benito y Mari Paz también nos llevaron en su espacioso coche al monasterio de Poio, donde ellos escuchan misa cuando están de vacaciones y hay un austero alojamiento con unos buenos precios junto a un enorme hórreo. En su recepción, adquirí un décimo de la Lotería de Navidad de este año que me encargó Óscar, empleado en una funeraria que está entusiasmado con Paquito, mi osito viajero. Tanto es su aprecio que fotografié al peluche en la capilla del hospedaje con el número que acababa de comprarle para enviarle la instantánea. Y Marcela cogió otro décimo por si acaso. Cosas de la superstición, que a mí no me camela.

Cenamos luego en el bar El pitillo, todo un clásico en Pontevedra, una ciudad con mucha vida de día y de noche. A este establecimiento, cuyo propietario vi pero no pude saludar, tienes que ir con tiempo y paciencia, ya que se llena. Fue maravilloso llenar precisamente el buche debajo de un soportal con la magnífica compañía de nuestros vecinos, dos enciclopedias andantes sobre viajes. Y luego tuvimos el regalo de escuchar a un grupo gallego cantando por el precioso casco viejo pontevedrés, con la participación y entrega del público, entre los que me conté.

Nuestro destino final era el hotel Glasgow, situado en un bello paraje con unos atardeceres espectaculares, pero donde el transporte de autobuses públicos es muy pobre. Yo había estudiado todas las combinaciones posibles por tren, autobús y transporte privado para llegar hasta allí; incluso había telefoneado al Concello. Sin embargo, finalmente nuestros vecinos nos acercaron hasta Viladesuso y en el hotel los invitamos a comer. Fue la primera de las copiosas comidas y cenas que íbamos a tener por delante durante siete días, y sin probar bocado entre comidas para degustar los platos.

Alrededores del hotel Glasgow

Luego vino el encuentro con los peregrinos cordobeses y la visita a Viladesuso, un pequenísimo municipio cuyo casco viejo se encuentra en un alto y que tiene una iglesia coqueta según vimos desde el exterior. Marcela y yo acabamos tomando un café en el bar que también es supermercado. En la terraza conocimos a José, que tiene en vena la afición de la caza y que nos contó que baja tres veces al año hasta Mora, a 30 kilómetros de nuestra casa, para darle al conejo. "Mi mujer me dice que tengo una afición de ricos y que cada conejo vale un lingote de oro por el dinero que me gasto para cazarlo", soltó el cazador mientras tomaba un café con leche y se fumaba un purito.

Yo conocí también a la pareja formada por Alicia y Antonio. Fue en el segundo intento para comprar 'Fortasec' para Marcela en la farmacia de Oia. Y lo conseguí. Pero no fui únicamente a eso. Tenía además reserva para visitar el monasterio de Oia el día de la semana que es gratuito. Pero, por eso de no tener que pagar, sucedió lo esperado: reservas completas, aunque solamente fuimos un puñado de interesados.

Después de admirar este monumento por dentro, me dispuse a volver al 'Glasgow' a pie. Sin embargo, Alicia y Antonio se ofrecieron a llevarme en su vehículo hasta el alojamiento. En el corto trayecto, nos dio tiempo a hablar de viajes y les aseguré que serían citados en mi bitácora.

En el hotel, del que nos movimos a pie unos pocos kilómetros a la redonda, conocimos trabajadores fantásticos y eficientes, como el extraordinario cocinero José, que no salió a que lo felicitáramos porque es muy vergonzoso. También Araceli, Ángeles, Loreto, Laura (sólo 17 añitos) o Mónica, que se llevó a Paquito hasta su pueblo, La Guardia, para fotografiarlo. Mónica forma parte de 'Os da foz', una asociación vecinal de airsoft. Se trata de una actividad de estrategia basada en la similación militar, en la que el respeto y la honradez entre sus jugadores es la primera norma.

Luego está Óscar, un encargado todoterreno que lo mismo te pasa la máquina del césped que te hace una queimada con conjuro incluido. "Óscar es como Dios; está en todos los sitios", decía con su cariñoso acento gallego Miguel, el simpático y locuaz socorrista de la piscina. El chaval, de la edad de nuestro hijo -se llevan sólo seis días de diferencia-, iba a viajar hasta Sonseca, a 30 kilómetros de Toledo, para pasar unos días de fiesta. Pero finalmente se quedó sin compañeros de viaje. "Cambia de amigos", bromeé con él.

Al fondo, el monasterio de Oia

Con su trabajo de temporada de socorrista, y de manera esporádica con otro de camarero, Miguel se saca el dinero con el que cubre sus gastos personales. Lo compagina con sus estudios en Ciencias del Deporte, carrera a la que llegó después de varios momentos de zozobra. 

El día de nuestra salida del hotel, acabó llevándonos en su coche hasta Vigo, donde él vive, para subirnos luego a un tren que nos condujo hasta Pontevedra. En su estación ferroviaria nos esperaban nuestros vecinos, Benito y Mari Paz, que nos dieron alojamiento otra noche más, antes de volver con ellos a Toledo.

En mi retina seguía la imagen del padre dándole la mano a su hijo y caminando por las rocas para sentarse juntos y contemplar el océano.

Imágenes para una postal


Las conchas de vieiras que comimos
el primer día en el hotel Glasgow

Panorámica desde el casco viejo de Viladesuso


Paquito, atardeciendo

Uno de los maravillosos atardeceres
desde el hotel de Viladesuso



Hórreo del monasterio de Poio,
uno de los más grandes de Galicia

Esperando la suerte

Don Ramón, en Pontevedra



Hórreo en Oia



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