No todos los bares de pueblo son una maravilla

El aperitivo para tres
cervezas en Alía
'¡Bares, qué lugares!' Pues depende. Y lo he podido comprobar en la última aventura, por tierras extremeñas, camino de Guadalupe. No esperas que siempre te agasajen, que te digan qué buena gente eres y que alto estás, pero en algunos pueblitos deberían cuidar al personal autóctono y al visitante, sobre todo los que llegan con ganas de gastar cuartos. Ésta era nuestra intención cuando inicié la marcha a pie con mi hermano Javier y su amigo Tomás camino del santuario de Guadalupe desde el municipio toledano de Puerto de San Vicente, que linda con Extremadura, al que llegamos en coche y donde no superan los 200 vecinos empadronados, según las estadísticas.

La caminata fue muy agradable por parajes con unas panorámicas maravillosas en la primera parte, la que te conduce hasta Alía, un municipio cacereño con menos de 1000 habitantes que se levanta en la comarca de Las Villuercas. Con nuestras mochilas a las espaldas, íbamos convencidos de que encontraríamos algo que llevarnos a la boca un sábado de septiembre, después de patearnos más de 16 kilómetros en un día soleado y caluroso. Sobre todo esperábamos que fuera así porque mi hermano, previsor siempre, había telefoneado días antes para saber si daban de comer en un bar. "No tenemos cocina, pero sí tapas", le respondieron, además de adelantarle que era el único abierto. 

Guadalupe
Pero nuestra primera sorpresa nada más llegar extenuados, con ganas de beber cerveza y echarnos algo al estómago, fue ver varios carteles que anunciaban que el bar cerraba desde las 14:35 (como lo lees) hasta las 19:00. Por supuesto, uno lleva su negocio como desea, pero nos llamó mucho la atención porque sólo teníamos 45 minutos para el tan deseado avituallamiento. Sin embargo, nuestro gozo cayó en un pozo muy profundo cuando comprobamos que las tapas..., mejor no hablar de ellas.

El postre en el restaurante 'Las ánimas del tiempo'
El tabernero llegó a preguntarnos si queríamos una segunda ronda cuando faltaban quince minutos para el cierre, el bar estaba muy concurrido y comenzaba a bajar persianas para anunciar que chapaba. Por supuesto, Tomás dijo que "nanay", y salimos buscando otro oasis.

Llegando a Cañamero, que
yo volveré a visitar antes de que acabe el año
Aunque a mi hermano le habían advertido que no encontraríamos una tasca abierta, empezamos a deambular. Llegamos a un supermercado, quizá el único del pueblo, que ya estaba echando la llave. Allí nos informaron de que sí había otro bar abierto muy cerca, aunque al parecer no daban comidas. De todos modos, nos aventuramos a probar suerte porque teníamos hambre. Pero no hubo fortuna. Dentro había una familia comiendo, supongo que parientes de la mujer que nos atendió confirmó lo que ya nos habían adelantado. En definitiva, dos de dos. ¡Vaya lotería!

De todos modos, pedimos una ronda -eso sí, las jarras estaban bien heladas- y nos obsequiaron con un plato de aceitunas para los tres a las tres de la tarde. Todo un manjar que Tomás, un informático cauteloso con su punto ácido, no probó. "Están muy secas", desdeñó, mientras que yo las apuré de lo lindo.

El pub Moreno, si se lee al revés
Especulamos entonces con que a lo mejor la tabernera se apiadaba de nosotros y nos ofrecía algo de su puchero. Pero nada de nada. Yo también fabulé con unos huevos fritos con chorizo y unas patatas fritas, ¡¿qué bar que se precie no tiene algo tan sencillo para salir de un apuro?! Pero tampoco hubo suerte. Total, que nos tomamos la cerveza y regresamos al camino para seguir nuestra excursión hacia Guadalupe.

Guadalupe
La segunda parte desde Alía no es tan atractiva como la primera desde Puerto de San Vicente, pero tienes la ocasión, como nos sucedió, de ver ciervos machos y hembras en estado salvaje y a muy poca distancia. Un regalo que a mí me merecía la pena por tanto esfuerzo. Y se lo dije a mi hermano, periodista en 'La Tribuna de Toledo' y que escribe mucho mejor que yo, sobre todo las crónicas de los juicios en la Audiencia de Toledo, donde coincidimos a menudo.

Los tres entramos en Guadalupe a media tarde, cumpliendo nuestra previsión después de unos 12 kilómetros a pie, y me quedé con la boca abierta. La plaza principal es magnífica, con el impresionante santuario sobre tu cabeza y los cuatro chorros de una fuente que te relaja el oído. 

De ahí al alojamiento, el hostal Alba Taruta, hay dos pasos mal contados. Es un dos estrellas esplendoroso, con detalles de hotel de cuatro por lo menos: esas toallas grandes y mullidas; ese kit dental, esa botellita de vino de bienvenida, agua fría en la nevera... Con todo, la habitación triple por 60 euros la noche del sábado al domingo se nos hizo barata.

Estación de tren abandonada
No recorrimos mucho Guadalupe porque había que cenar y salir hacia Cañamero temprano a la mañana siguiente. Por eso aprovechamos el tiempo y fuimos al grano. Mi hermano ya había estado en el restaurante 'Las ánimas del tiempo', donde recordaba que había comido muy bien, por lo que, finalmente, nos decantamos por él. Fue todo un acierto. La comida casera, el servicio, la amabilidad de Sofía -la dueña de sólo 24 años- y Javier, un encargado-relaciones públicas de tomo y lomo, que me prometió enviarme fotografías de su local para este cuaderno de viaje y cumplió.

Un madroño en flor
Javier, Tomás y yo coincidimos en que, en apenas seis horas, habíamos visto las dos caras opuestas de la hostelería: porque de pasar del cliente o ganárselo para siempre hay un paso no muy grande. ¡Pero qué paso! En 'Las ánimas del tiempo' lo constatamos: sí hay bares o restaurantes que merecen la pena, y éste es uno. Ese pan de pueblo, esa torrija de postre, esas migas recién hechas, ese guiso de carne... Un menú de noche, con su primero, su segundo, su postre, su bebida y su maravilloso pan, por 14,50 euros... No quiero que me lo superes, iguálamelo.

Descorazona ver el campo así,
lleno de botellas de cristal rotas
Pedí al encargado que se sentara a nuestra vera para que nos contara la filosofía del restaurante, ambientado con elementos de antaño porque el establecimiento "es un homenaje a nuestros mayores". Y tan a gusto estábamos que nos tomamos un gin tonic por 5 euros cada. Y a la hora de pagar, Sofía quiso invitarnos a la segunda copa, pero lo rechazamos porque había que retirarse: al día siguiente tocaba marcha.

El domingo por la mañana, después de desayunar un café con tostada, tomate y aceite en el bar 'La morenita' -dedicado a la Virgen del Guadalupe, que es negra-, nos pusimos a caminar con destino a Cañamero, a unos 14 kilómetros por la ruta que cogimos. Pasamos por una estación de tren abandonada, por un túnel en curva con una gran parte de su interior derruida y por otro tabicado, que nos obligó a subir entre la maleza buscando un sendero.

Interior de 'Las ánimas del tiempo'
Durante nuestra caminata hasta Cañamero, donde subiríamos al autobús que nos llevaría a Puerto de San Vicente para recoger nuestro coche, fuimos testigos del incivismo de muchos cavernícolas. Elementos cerámicos de baños tirados o cientos de botellas de cristal rotas en el campo fueron algunos ejemplos, además de botes de bebidas refrescantes abandonados en lugares donde no te lo imaginas.

Cuando faltaban pocos kilómetros para llegar a nuestra meta, un amigo me escribió contándome que Cañamero era el pueblo de su padre, pero al que él no había ido. "Una visita que tengo pendiente", añadió en su wasap. Y me puse a cavilar mientras caminaba...

En Cañamero íbamos a haber repuesto fuerzas en un restaurante que se llama Ximénez, con muy buenas críticas en internet y al que llegaríamos recomendados por Javier, el de 'Las ánimas del tiempo'. Pero no hubo suerte: estaba cerrado por vacaciones. Entonces comimos algo en un bar cercano, para pasar el trámite más bien, y descartamos otro, el pub Onerom, que leído al revés se lee Moreno, mi apellido. A Paquito, el oso viajero, que venía con nosotros, lo fotografíe aquí con la ayuda inestimable de un amable paisano para hacer la gracia y quedarnos con el recuerdo. Iba a ser precisamente su última instantánea antes de partir hacia tierras gallegas para hacer en octubre el Camino de Santiago desde Finisterre con Mónica, una simpática camarera del hotel de Oia donde hemos estado disfrutando los dos últimos veranos.

En el autobús de regreso a Puerto de San Vicente, pasamos por Guadalupe, donde fuimos testigos de que la gente aparca donde le da la gana, aunque esté prohibido y no permita el paso de vehículos grandes. El conductor de nuestro autobús comentó que el alcalde se había comprometido a cambiar la marquesina de la parada y sacarla fuera de la zona centro, pero ya se sabe que las cosas de palacio van despacio. Y una mujer mayor que viajaba a nuestro lado nos desveló, al escucharme dónde habíamos desayunado por la mañana, que la impulsora del bar 'La morenita' era ella, aunque ahora su hija y su yerno eran los que estaban al frente. Por supuesto nada que ver con el trato tan sieso que nos dieron en Alía. Para que luego canten aquello de "al calor del amor en un bar"... Pues depende.

Exterior de 'Las ánimas del tiempo'











 
















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